La vez pasada me sentí en la obligación moral de delatar esa siniestra solidaridad en el mal entre todos los hombres en el curso de la historia. No es esa un tesis filosófica personal o fruto de levantarse un día por la mañana con el pié izquierdo. El mismo San Pablo (Rom 5, 12.17) denunciaba toda esa situación de maldad histórica. Con todo, no quisiera marcar únicamente esa perspectiva ya que, siguiendo también con el mismo Apóstol, si grande es la solidaridad con el viejo Adán, mucho mayor lo es con el Nuevo, pues "donde abundó el pecado, más sobreabundó la gracia" (Rom 5, 20) y "si por el delito de uno solo la muerte inauguró su reinado, mucho más por obra de uno solo, Jesucristo, vivirán y reinarán lo que acogen la sobreabundancia de la gracia y del don de la salvación" (Rom 5.17). Ahora bien, siendo esa la perspectiva principal, sigue siendo necesario descubrir la importancia del mal. Tanto es así que este mal es tan fuerte que ha sido capaz de eliminar al Hijo de Dios cuando apareció encarnado en nuestra historia (Jn 1, 11), y del mismo modo sigue rechazándonos a los demás hijos de Dios hasta nuestros días y, en realidad, hasta que Él vuelva al final de la Historia, a separar el trigo de la cizaña. Hasta que eso suceda a nosotros nos toca vivir conscientes de que, efectivamente, la vida es combate.

Ahora bien, no nos engañemos. En este combate no somos solo nosotros frente a lo que nuestros sentidos nos puedan hacer creer en nuestra desgana por ir a la Iglesia, por hacer oración, por tender la mano a alguien que lo necesite, etc. Cuando todo eso nos ocurre la causa está un poquito más allá de lo que a primera vista pudiera parecer (el cambio de estación o un desequilibrio hormonal). A menudo nos cuesta hablar o tan siquiera pensar en los malos espíritus que nos rodean porque no es un discurso cómodo ni políticamente correcto hoy en día. Siempre habrá quienes se mofen de ello diciendo que son cuentos medievales para controlar conciencias o tema de investigación para el conocido programa de misterios presentado por Iker Jiménez. Otros más autorizados no han tenido reparos en advertir sobre esta personificación del mal. El mismo Jesús a lo largo y ancho del Evangelio; grandes santos como S. Ignacio de Loyola al afirmar que la primera mentira del Diablo es hacernos creer que no existe pero que llegar a desenmascararlo es tanto como vencerlo. S. Juan Pablo II llegó a decir que "no creer en el Demonio es no creer en el evangelio". Benedicto XVI también recordaba que "el diablo se refugia en su elemento favorito, el anonimato". Y el que fue gran exorcista de Roma, el P. Gabriel Amorth, recordaba que "una vida en gracia de Dios es una vida libre de las ataduras del Demonio".