Así los llamaban y así los siguen llamando a los naturales de Villardeciervos. Una crónica de 22 de junio de 1917 daba comienzo con la siguiente frase: "Los hidalgos y corteses cervatos, dignos descendientes de aquella raza"... Continuaba la reseña detallando que , después de celebradas sus fiestas patronales, habían organizado una jira en honor de los invitados forasteros, como digno remate de los animados días de celebración.

El día 14 de aquel mes, partiendo de la casa de los señores de Santiago y con la presencia del señor notario de Mombuey, don Ildefonso Barrios y su esposa, se puso en marcha un nutrido grupo integrado por (aquí se daba una larga lista de invitados procedentes de Astorga, Zamora, Orense, Madrid, cuyos nombres no reproduciré por extensa). Hacía constar que, al arrancar la comitiva, se dispararon infinidad de cohetes voladores, marchando por la vereda que, entre verdes y frondosos prados conduce a la rivera, llegando al puente de los Baladrones, hermosísimo robledal y a la sombra de aquellos corpulentos árboles dieron suelta a las muestras de entusiasmo y alegría que portaban, se divirtieron, ora cantando, ora bailando o practicando diversos juegos.

Llegó la hora de la comida, sentándose todos alrededor de una mesa que había sido preparada con un derroche de buen gusto y elegancia propios del anfitrión don Heliodoro Romero que estuvo siempre pendiente de los más insignificantes detalles, que calificaron los invitados como dignos del mejor hotel madrileño en un día de gran gala.

Se detallaba en aquella noticia el menú que había sido preparado por el inteligente repostero Pedro Baladrón: Paella, empanadas de jamón, empanadillas variadas, cabrito asado, gran surtido de entremeses a base de jamón, salchichón, lomo, aceitunas y postres de frutas y dulces, champagne, café y habanos.

Después de reposada tan laboriosa digestión a la sombra de los corpulentos robles, se cantó y se bailó hasta la hora de la merienda, momento en el que tomaron protagonismo los niños, a los que se citaba: Cesítar, Merceditas, Pilarina, que con sus peculiares monadas hicieron las delicias de los comensales.

Al final de la merienda, brindaron los señores don Heliodoro Romero y don Felipe Santiago con su característico entusiasmo y elocuencia. Al obscurecer, y cantando alegremente, regresaron todos al pueblo, entre disparos de cohetes voladores y la satisfacción de haber pasado un día feliz.

Es de suponer que, en tantos años transcurridos desde aquel centenario, se hayan seguido celebrando festejos como el descrito y que los cervatos hayan continuado haciendo gala de su hospitalidad.