Dicen los expertos que la experiencia de la sed extrema conduce al hombre a una situación de desesperación. A diferencia del hambre -que deriva en un debilitamiento agudo en el que se deja de sentir-, durante el proceso de sed, el sujeto es plenamente consciente de su situación.

Leíamos en la prensa, apenas hace dos semanas, el tristísimo final de 40 inmigrantes subsaharianos -varios de ellos niños- que fueron abandonados en el desierto en su huida hacia Libia, tras estropearse el camión en el que viajaban. En las condiciones ambientales de la zona bastaron 12 o 15 horas para que los organismos empezaran a fallar en cadena. Los ojos se hunden, la respiración se torna forzada, la piel se seca, hasta que falla el sistema circulatorio y se produce la muerte.

El agua, como fuente de vida, y la necesidad de agua, la sed, son recursos que nos encontramos a menudo en nuestro lenguaje y en nuestras lecturas. Tener sed, estar sediento, acudir a la fuente, beber de la fuente. Mientras en una parte del mundo -y no me refiero necesariamente a un lugar geográfico- los restaurantes engrosan su carta de aguas, en otra los cuerpos caen desfallecidos por la sed.

¿Y la nuestra? ¿Cuál es la sed que nos mantiene despiertos? ¿Cuál es la sed que nos hace rebelarnos contra esa otra sed mortal de tantos hermanos? Todos y cada uno de nosotros albergamos un pedazo de insatisfacción, de vacío. Localizarlo y alimentar nuestra pequeña sed nos pone delante de la sed de aquel otro que murió por la humanidad en la cruz y que nos invita a tener hambre y sed de justicia, porque será en la sed y no en el agua donde muestre antes su rostro.