Eran las 20 horas del día 8, tarde calurosa pero nublada de este luminoso mes de junio. La plaza del Ayuntamiento de este pueblo abierto y acogedor, Las Rozas de Madrid, estaba completamente llena de vecinos, amigos y compañeros, de Ignacio. Todos habían acudido a la concentración en su recuerdo para rendirle un pequeño homenaje y manifestar su cariño, agradecimiento, y el dolor en el alma que provoca su absurda y salvaje muerte.

Muchos de los jóvenes llevaban un monopatín, todo un símbolo, la única arma que él tuvo para luchar contra los cuchillos asesinos del agresor. Él no quería agredir, quería salvar vidas con este inocente objeto deportivo.

El acto sencillo, breve y sentido, lo abrieron las notas arrancadas a los instrumentos de cuerda de un grupo de músicos de la banda de Las Rozas y sonó solemne el Adagio de Albinoni. La música fue un bálsamo y una caricia en el dolor, y unió aún más todos los corazones.

El alcalde pronunció unas palabras de cariño y agradecimiento a Ignacio, este joven roceño que nos llena de orgullo y de sentimientos positivos a todos los seres humanos de bien, pero de una manera especial a sus vecinos, y aumenta en nosotros la sensación profunda de pertenencia al grupo.

A continuación un amigo exaltó las virtudes de este chicarrón sencillo, solidario, generoso, valiente, bueno, que nos reconcilia con el ser humano, con la vida, con el mundo un tanto desconcertado y revuelto en el que estamos y que a veces nos hace sentir mal por la violencia e injusticias que alguien provoca.

En ningún momento se vio ni un ápice de odio, su amigo declaró en sus palabras no sentirlo, sino satisfacción y ese orgullo de ser español como Ignacio y pertenecer a esta sociedad en la que hay muchos valores positivos, donde hay grandeza y generosidad, donde residen el amor y el heroísmo.

Para terminar sonó el Himno Nacional, y espontáneamente, elevados en el aire, fueron apareciendo los monopatines que portaban los jóvenes, mientras otros abrazaban fuertemente el suyo contra el pecho. Un aplauso largo y sentido se prolongó después. Emocionaba ver aplaudir tanto a los niños.

Al dejar aquella plaza y volver a casa yo sentía emociones diversas: además de orgullo y pena, agradecimiento y una sensación extraña, indescriptible, de haber asistido a un acto de despedida de otro joven alumno, que se nos fue antes de tiempo (antes fueron Raúl en Bosnia, y Fernando en otra acción violenta) otra muerte que rompe las normas de la vida, porque lo normal es que los jóvenes despidan a los mayores, los hijos a los padres, los alumnos a sus maestros. Pero a veces la vida nos sorprende y cambia las cosas, como si se confundiera, y nos arrebata a un joven a quien hace pocos años hemos contribuido a formar para que nos suceda, para que nos sobreviva, coja el testigo, prolongue y mejore el mundo. Pero algo se ha cruzado y ha truncado ese proyecto vital y algo nuestro se ha perdido inexorablemente. O quizá no, él cumplió en menos tiempo su misión. Y de qué manera. ¡Menudo ejemplo! Puso mucho más que su grano de arena.

¡Qué bien aprendió la lección más importante!