Casi una semana después de que el Tribunal Constitucional declarara nula la amnistía fiscal que aprobó el Gobierno hace cinco años, los ecos por este fracaso del Ejecutivo no cesan. Y no es para menos, porque ni el procedimiento, ni la urgencia de la medida, ni los supuestos motivos que la impulsaron tienen razón de ser. Premiar con una tarifa plana del 10 por ciento a los defraudadores carece de sentido como tampoco lo tiene abdicar de la obligación de luchar contra el fraude, contraviniendo, además, el precepto legal de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos, tal y como reza el artículo 31 de la Constitución.

Si en aquel momento el decreto ley se justificó por la necesidad de recaudar dinero hasta debajo de las piedras y, con ello, evitar la intervención de la economía española, lo curioso es que el importe recaudado (1.193 millones de euros) no supone ni la mitad de lo previsto y lo que, a la postre, ha servido es para limpiar un dinero en muchos casos procedente de la comisión de un delito como es la corrupción.

Para mí tengo que si usted, honrado contribuyente, hubiera tratado de esquilmar siquiera un euro a la hacienda pública estaría abocado a sustanciar la correspondiente multa en menos que canta un gallo. De ahí que esa inconstitucional medida fuera ya un escándalo a los ojos de juristas y expertos en la materia, como así han acabo por suscribir, aunque muy tarde, los miembros del TC.

Siempre he creído y creo que lo más patriótico que puede enarbolar un ciudadano es su leal contribución al erario común a través de los impuestos y tributos. Tratar de engañar o sustraerse a ese deber no solo es lo más antipatriótico, sino la innegable prueba del egoísmo humano y la ambición desmedida de quienes, curiosamente, menos necesitan de esas abyectas artimañas. Por eso, lo incomprensible e inaudito es dar cobertura legal a lo que es una auténtica desfachatez y vergüenza.