Con demasiada frecuencia nos llegan, de un tiempo acá, noticias sobre avalanchas incontrolables con origen diverso pero todas con un denominador común de muerte y desolación. Pensando en las últimas nació esta historia.

Sucedió en una ciudad mesetaria cuyo nombre no viene al caso en el verano de un año que no podría precisar y comenzó, quién lo habría de decir, con una ráfaga de viento. El día era asfixiante. Yo estaba allí y vi cómo el hombrecillo aquél agradeció la inesperada brisa con una sonrisa. No sabía que estaba a punto de morir.

Apenas faltaban unos minutos para las 16 horas cuando sopló el viento y fue en ese preciso momento cuando el anónimo personaje quedó condenado a muerte porque alguien comenzó a correr de pronto. Corrió tras un papel que el viento arrancó de sus manos, una nota importante, sin duda, porque lo hizo con decisión. Quizás se trataba de un número telefónico o la dirección del hotelito donde habría de encontrarse con su amante o el título de la última obra literaria de un extranjero con nombre impronunciable. No sé. El contenido de la nota, si es que existía, era un misterio. En cualquier caso el hombre corrió y eso es lo que importa. Corrió hacia el oeste, en la dirección del viento.

Alguien más aceleró el paso. Pudo ser que decidiera coger un taxi en la parada que se encuentra unos metros más abajo. O no, quién lo sabe. Lo cierto es que también corrió hacia el oeste.

Mientras, un individuo que pasaba por allí inició un trotecillo. Después otro, probablemente un banquero por su aspecto satisfecho aunque atendiendo a la pulcritud de su traje bien podría ser alguno de los políticos con despacho permanente en el Consejo Consultivo o en la Diputación Provincial. Les siguieron un joven de aspecto atlético y una pareja que sonreía. De inmediato un hombre con camisa de colores, una chica morena, un repartidor de periódicos y un grupo de adolescentes aceleraron también el paso sin ninguna razón que lo justificara. Sencillamente estaban de buen humor aquella mañana.

En cuestión de minutos todo el mundo corría por el paseo central del parque de La Marina de manera atropellada. Sucede que alguien verbalizó su pensamiento en dos palabras y, de súbito, cientos de personas se encontraron en plena huida hacia el casco antiguo, Santa Clara abajo, como si su vida dependiera de la rapidez con la que abandonaran el lugar: "...¡el polvorín!", "...el polvorín".

Yo estaba aturdido ante la estampida. No sabía qué pasaba. La gente me empujaba de un lado a otro de la calle y algunos me insultaban porque entorpecía su frenética carrera. Una mujer huesuda y seca me pasó por el centro del bulevar abriéndose paso a codazos, "Dios mío, Dios mío ..., ¿qué ocurre?", oí que murmuraba entre dientes sin volver la vista atrás.

El polvorín iba a explotar. Sí, eso debía ser, ¡el polvorín!. Estaba situado más allá de los institutos, en el barrio de los Bloques, y parecía imposible que su onda expansiva llegara hasta el Templete por lo que era de todo punto irracional tamaña desbandada pero a qué otra cosa podía obedecer aquella especie de locura colectiva. Nadie entendía nada, yo tampoco, sin embargo, tenía muy claro que si todos corrían no debía quedarme parado de modo que, angustiado y con la misma determinación que los demás, corrí hacia el oeste, hacia la seguridad.

Fue entonces cuando muy cerca del palacio de los Momos le vi por primera vez. Llevaba la boca abierta y aparentemente se movía con gran facilidad a pesar de los años y la grasienta barriga. Gruesas gotas de sudor le brillaban sobre la calva y caían por las enrojecidas mejillas. Con bastante esfuerzo conseguí ponerme a su altura... "¿Qué pasa?", pregunté jadeando. Aún recuerdo su cara azulada, a punto ya de reventar el corazón. Me miró reduciendo el paso,... "no lo sé,... no lo sé, pero corra. No se detenga... ¡Corra!... ¡Corra, por lo que más quiera!, y que Dios se apiade de nosotros".

Así dijo el hombrecillo con voz entrecortada como si le faltase el aire para respirar. Dio un último, se llevó las manos al pecho y cayó de bruces al suelo donde quedó inmóvil y con los ojos muy abiertos.

Cuando se hizo público que la estampida había sido provocada por una falsa alarma ya era tarde para evitar la tragedia. Los galenos del Hospital Virgen de la Concha certificaron un infarto, sin embargo, en ciertos mentideros de la ciudad se habló durante mucho tiempo del pánico como causa primera de la defunción del anónimo personaje y es que no está claro el origen de tan dramático suceso.