No esperaba esto de ti", "me siento defraudado" o "te consideraba un amigo", son algunos ejemplos de frases que salen de nuestros labios -y de nuestro corazón dolido- cuando hemos confiado en alguien y nos sorprende con una actitud o situación en que no corresponde a esa confianza que le hemos dado. Suele ocurrir a menudo cuando alguien nos parece extraordinariamente simpático a primera vista y por ello confiamos sin conocer.

No es malo confiar. A veces surge incluso una amistad tan sólida que nada la puede romper. Pero la cuestión es que a veces ocurre justamente lo contrario: alguien que en principio nos pareció extraordinariamente antipático, e incluso soberbio, y con el tiempo descubrimos a una persona humilde y simpática.

Sea como fuere, en muchas ocasiones nos equivocamos y, bien sea porque quedamos defraudados, o bien porque quedamos sorprendidos gratamente, la culpa no deja de ser nuestra porque solemos acercarnos a los demás con un modelo de persona definido. Si entran en el modelo -aunque sea por la primera impresión-, merecen la pena; si no -aunque tengan un fondo bondadoso- no los queremos a nuestro lado.

El evangelio que hoy nos propone la Iglesia nos hace ver la vocación profunda de Jesús: venir a salvar al mundo. La misión de Jesús no fue dejarnos unos bonitos discursos y grandes signos, sino que estos fueron sus medios para manifestar al mundo su misión: salvarlo. No vino a ser servido, ni vino a condenar. De hecho, nunca juzgó a nadie, y si no que se lo pregunten a aquella mujer adúltera que, a punto de ser apedreada, experimentó la misericordia de Dios. Si Jesús hubiera actuado como la mayoría de nosotros, ni Zaqueo ni Mateo se hubieran convertido. ¿Íbamos nosotros a sentarnos a la mesa con semejante calaña? Y, sin embargo, tuvieron un corazón extraordinariamente dispuesto a la bondad y la conversión. Y qué decir de los apóstoles, especialmente Pedro y Tomás, el que lo negó siendo su amigo y el que no creía en lo que los demás decían de Jesús. ¿Acaso no nos hubieran defraudado hasta negarles la palabra?

Dios nos creó a imagen suya. La humanidad fue creada a imagen de la Divinidad. La mayor diferencia entre Jesús y nosotros no radica en que Él es de naturaleza divina, sino lo extraordinario de su calidad humana. Cuanto menos juzguemos, más humanos seremos; cuanto más humanos seamos, más nos pareceremos a Dios.