De un tiempo a esta parte, no hay parlamento nacional o autonómico que se precie en el que no haya una, dos y hasta tres comisiones de investigación abiertas por parte de sus señorías. No seré quien diga que esta herramienta de control deba desaparecer. Todo lo contrario. Pero de ahí a la proliferación indiscriminada de este tipo de comisiones va un largo trecho que convendría revisar. Resulta evidente que tienen su cometido como cauce de control gubernamental. Como también otorgan todo el sentido a la necesaria participación democrática, concediendo renovada capacidad de opinión a las minorías. Sin embargo, las responsabilidades políticas son, si me apuran, una cuestión de responsabilidad y coherencia de los propios investigados, porque las consecuencias judiciales a las que haya lugar compete decidir a otros estamentos.

Un simple repaso a las innumerables comisiones de investigación celebradas arrojan, salvo excepciones, conclusiones por todos conocidas: la disciplina de voto predomina como de igual modo se impone la proporcionalidad de sus integrantes, hasta el punto de que lo más atractivo de todos los procesos radica en la transparencia y el mayor esclarecimiento de hechos y declaraciones a plena luz y con taquígrafos. Y poco más. Por eso, habría que recordar que los diputados, senadores, procuradores regionales y concejales están fundamentalmente para legislar y llegar a acuerdos en aras al interés general de los ciudadanos. No en vano, son los jueces y fiscales quienes investigan y terminan impartiendo justicia, no los representantes de la soberanía popular elegidos en las urnas. A los primeros les corresponde dilucidar y probar los hechos punibles, aplicando todo el peso de la ley, mientras que a los segundos les toca aprobar las leyes y dotar de recursos a la Administración de Justicia. Y si estos últimos están entretenidos en lo que no es su labor primordial? pues ya ven cómo anda el patio.