El domingo pasado asistimos en La Coruña a la profesión de los votos solemnes de una monja de clausura. El Coro de la Escuela Municipal de Música quiso dar compañía musical y personal a una joven que nació muy lejos de aquí, en Tanzania.

El acto de profesión, por singular y poco frecuente en estos tiempos mereció la presencia del arzobispo de la diócesis, el zamorano don Julián Barrio.

No hay casi monjas. Curas quedan pocos. Con el descenso de la natalidad ahora casi sobran maestros. No así hace medio siglo en España. Tampoco en la Francia de principios del siglo XIX pues la revolución y guerras posteriores diezmaron la población en todos los campos a pesar de que se atribuye a Napoleón la coartada de que las bajas del ejército se recuperaban en los prostíbulos de París.

Entre las muchas carencias del país vecino en aquella época de derrumbe del imperio era alarmante la de maestros. Un joven cura rural, que había nacido el mismo año del estallido revolucionario, tenía claro que su misión en el mundo era salvar almas del infierno y mentes de la ignorancia. Así pues remangándose la sotana se puso manos a la obra con una paleta de albañil para levantar el primer habitáculo que daría cobijo a jóvenes voluntarios dispuestos a seguir con él los estudios básicos para una enseñanza elemental por las aldeas de la parroquia. Aquel grupo que fue creciendo y evolucionando en estudios y compromiso fue el germen de lo que hoy conocemos como los Hermanos Maristas con presencia histórica fugaz en la provincia, primero en la capital y luego en Villarrín de Campos. El éxito de aquellos Hermanitos de María, como se hacían llamar al principio, fue tal que el cura fundador, Marcelino Champagnat, se veía desbordado por las solicitudes incesantes e insistentes de las corporaciones locales en demanda de aquellos maestros que enseñaban con éxito y entusiasmo a los niños. Cuenta el biógrafo -uno de sus primeros discípulos- que en una ocasión ante la insistencia de la delegación municipal solicitándole al cura fundador maestros para la escuela del pueblo el sacerdote no sabía cómo convencerles de que tenía a todos los jóvenes ocupados y ya comprometidos pero a la vista de que no se daban por vencidos se inmoló ante ellos mostrándoles un periódico con un artículo poco favorable a su apostólica empresa. A esto se llama coger el toro por los cuernos. En términos más exactos le quitaban de las manos aquellos Hermanitos que él iba formando para que la vida del campo tuviera otra forma que la esclavitud de la ignorancia. Hace doscientos años que empezó este proyecto del que hablamos, necesitado también de nuevas vocaciones.

Los que hemos sido formados en las ideas y métodos de aquel joven sacerdote, que no había cumplido treinta años y se puso a construir un sueño, no podemos por menos de sentir y expresar el agradecimiento a ese hombre, hoy santo, que sin él muchos, como el que escribe, difícilmente tendríamos la posibilidad de componer este artículo de homenaje.

Marcelino fue pastor antes que seminarista. Buenos pastores fueron también mis maestros maristas cuyo bicentenario reseño con aplauso.