Los niños que habitábamos en el barrio de Fuentelarreina, de edades comprendidas entre los siete y diez años , correteábamos saltando por entre las vigas de la Sierra del Comandante Santos, un militar que era propietario de la industria más importante que había en aquel barrio que comenzaba a ser ocupado por humildes casas construidas con adobes que se elaboraban y secaban al sol en los mismos terrenos que serían edificados con aquel material de barro.

Corrían años de la Guerra Civil Española, el año 1938 se caracterizaba por la escasez de multitud de productos de subsistencia y aunque Zamora estaba lejos de los campos de batalla, aquí se sufrían los efectos de la guerra desde diversas perspectivas.

A los vecinos les autorizaba el dueño del aserradero, en un rasgo de generosidad, a que arrancaran las cortezas de las vigas para que las utilizasen como combustible en sus fogones y estufas. Claro que, pelando las vigas, facilitaban el trabajo de los operarios para convertir la madera en tablones o tablas.

Los niños, además de jugar entre tantas vigas amontonadas en terrenos del barrio, con el consiguiente peligro de que alguna vez rodaran y se produjera un accidente, como así sucedió más de una vez; otro de los entretenimientos era colocar sobre los raíles del ferrocarril puntas y clavos para que los trenes a su paso los aplastaran y utilizar luego aquella espacie de machetes para jugar al "clavo". Otro entretenimiento era aprovechar trozos de las gruesas cortezas de pino para hacer barquitos que luego poníamos a navegar en los charcos.

Un día, nos enteramos de que habían llegado a la Estación un grupo de prisioneros de la guerra y que subirían por la carretera de la Estación . Nuestra curiosidad hizo que corriéramos en tropel a ver pasar aquel extraño desfile. Colocados en la acera, a la altura de la que hoy es Avenida del Cardenal Cisneros, vimos pasar aquel centenar de "enemigos" custodiados por soldados "nacionales" marchando desde la estación del ferrocarril hacia el centro de la ciudad. Aquellos soldados prisioneros tenían un aspecto muy diferente a los que nosotros conocíamos como soldados del bando "nacional"; no había en ellos uniformidad, unos vestían mono azul, otros llevaban polainas que eran vendas enrolladas en la pantorrilla hasta la rodilla, otros llevaban raídas y pesadas botas, algunos calzaban alpargatas de esparto. Los distintivos de mando militar eran estrellas rojas de cinco puntas o galones igualmente de color rojo.

Han transcurrido casi ochenta años y tengo muy grabado en la mente aquellos semblantes de sufrimiento y temor por el destino que les esperaba. Solo vimos una vez aquella triste comitiva, pero a mí no me quedaron ganas de volver a contemplar semejante "espectáculo".