La duda del padre confesor no solo no pudo ser despejada, sino que se agigantó, ocupando un gran espacio, de forma que le quedaban pequeñas las reducidas dimensiones del confesionario.

Aun podía distinguir, a lo lejos, el torpe caminar del fiel que acababa de confesar y que, trabajosamente, se encaminaba hacia la puerta del templo buscando el gratificante aire de la calle.

El penitente, una vez traspasado el umbral de la puerta, con la mente despejada, merced a la suave brisa del exterior, cayó en la cuenta que no había conseguido salirse con la suya en aquel particular duelo que mantenía con el confesor desde hacía tiempo. Y es que se cumplía el enésimo mes desde aquel día en el que, preso del desánimo, había optado por elegir la confesión para quitarse de encima las preocupaciones que le venían atormentando.

Recordó que, durante el primer encuentro, el cura había podido percibir, debido a la corta distancia que les separaba, el olor de su aliento, que dejaba un claro rastro del cocido que, horas antes, se había metido entre pecho y espalda. Un refrigerio en el que, entre los garbanzos de Fuentesaúco, debió colarse un trozo de chorizo de Almeida, a mayores de codillo de vaca alistana, y todo ello regado por una buena tinta de Toro.

Y es que el sacerdote no estaba acostumbrado a confesar a gente tan vulgar. Por él habían pasado multitud de personajes, desde aquel ministro catalán, guapito de cara, que presumía de escaquearse de Hacienda y tachaba de torpes a los que no camuflaban su patrimonio en pseudo empresas, como las SICAV, que tan buen resultado a él le daban. Y aquel otro moreno de verde luna, jefazo en Valencia y ministro en Madrid que no se cortaba de decir que él había llegado a la política para forrarse. Estaba acostumbrado a que le contaran historias de cohechos, prevaricaciones, falsificaciones de documentos públicos y cobro de comisiones, porque aquella gente a la que el confesaba creía firmemente en la existencia del paraíso, especialmente del paraíso fiscal que mejor les iba. Por eso, cuando el personaje que ahora acababa de abandonar el confesionario aparecía por allí le sacaba de quicio. Porque venía a resultar que el ciudadano en cuestión además de su vivienda habitual tenía un pequeño apartamento en la playa, y ambos los había comprado a pequeñas constructoras locales y pagado con una hipoteca de la caja de ahorros de la zona. De manera que no podía entender que aun pudiesen existir personas como aquella a la que le preocuparan cosas que la mayoría, hacía ya tiempo, que había olvidado. El confesor se hacía cruces al no entender como no se le había ocurrido comprar aquellos modestos inmuebles a través de una empresa panameña, habiéndose servido de una cuenta en las Islas Caimán o algo por el estilo.

Porque, entre col y col, a aquel pesado que acababa de irse le gustaba debatir con el cura sobre el presente y el futuro, sobre los intereses ajenos y los propios, sobre la conservación del patrimonio y la naturaleza, sobre la necesidad de acabar con los paraísos fiscales y, naturalmente, sobre el sexo de los ángeles.

Dicen que la paciencia obra milagros y, por fin, pasado un tiempo, llegó el día en el que un extraño penitente, preso de cierto desasosiego, se sintió tan mal que le dio un ataque de arrepentimiento y fue a confesarse. Aunque sus intenciones no eran malas, llegado el momento no le salían las palabras, porque sabía que de hacerlo con claridad su carrera política peligraba. El padre confesor, tras haberlo recibido con los brazos abiertos, daba muestras de una singular paciencia, escuchándolo con la esperanza de poder oír en primera instancia las verdaderas claves del misterio que le había llevado a ocupar aquel puesto de confesor. Una vez consiguió serenarlo, el penitente se soltó, contándole, con pelos y señales, los entresijos de las tramas que en su partido se venían urdiendo.

El confesor, por fin, había conseguido llegar al meollo de la cuestión, como también a descubrir el posible topo que podía estar filtrando a los medios de comunicación la parte obscena de la gestión y los devaneos procaces del partido, así que, tomó nota, y dio por terminada la representación. Y es que la estrategia de haber sido ocupado el confesonario por un miembro de la trama había dado excelente resultado: solo hizo falta esperar, pacientemente, a que a alguno le quedara algún resquicio de generosidad en la conciencia.

Emitió un informe a la cúpula del partido, y dio la razón a quienes le habían dicho que la mejor manera de defenderse era la de contar con una buena información. Aquello sucedió la misma mañana en la que una fuerte ráfaga de viento arrastró violentamente al confesionario, probablemente, hacia alguno de los paraísos fiscales.