Resulta inconcebible y dantesco el goteo de muerte y dolor que arroja una lacra social tan abyecta como es la violencia de género. En lo que va de año superamos en España la cifra de 30 mujeres asesinadas, a lo que hay que sumar cuatro hijos de estas, lo que hace presagiar una triste tendencia en una estadística que, lamentablemente, no deja de crecer. Convendrán conmigo en que es escalofriante el número de mujeres asesinadas en España a manos de sus parejas o ex parejas. Desde que, en el año 2004, se aprobara la Ley de Violencia de Genero se contabilizan 805 asesinatos. Impresentable es ya uno solo de ellos, pero horroriza comprobar este registro del horror y la vergüenza humana. Por ello, nunca serán suficientes todas las medidas legislativas, policiales, educativas, económicas y de índole social que se puedan aplicar. Algo falla, sin duda, cuando no somos capaces de contener este río de sangre que nos empaña y salpica a todos como sociedad supuestamente moderna y de progreso. Así perdemos cualquier adjetivo amable y positivo, convirtiéndonos más bien en un colectivo primitivo e irracional, abocado a un nihilismo estúpido y humillante.

Créanme, todos, cada uno desde su pequeño espacio vital, tenemos la opción de acorralar a quienes exhiben comportamientos de intransigencia y cobardía con sus parejas, utilizando la amenaza y el terror de manera impune. Debemos animar a la denuncia, sí, pero también tenemos que acompañar a todas esas mujeres en ese proceso que se abre a partir de entonces, un proceso largo y donde el miedo es la tónica habitual. La educación es la base del cambio social para que acabe imponiéndose el respeto sobre la intolerancia. Pero, mientras, hay acciones y leyes que deberían aprobarse contra la sinrazón. Porque es una sinrazón que la custodia de los niños esté también en manos de esos salvajes que, como sabemos, son capaces de acabar con la vida hasta de sus propios hijos con tal de infligir más daño y muerte a quien un día prometió amor eterno.