En un lunes de sol espléndido Madrid recibía a los independentistas con sus arengas y soflamas fratricidas, mientras los hermanos del Camborio felicitaban al muerto resucitado a la espera de que el electorado lo entierre de nuevo. Tras intentar explicar sus falacias en medio mundo sin lograr auditorio, el Presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, vino a proclamar alto y claro en la capital del Reino sus quejas por la pobre democracia española, que no les permite ni a él ni a su Gobierno conculcar la ley sin sancionarlos. Pero no quiso hacerlo en el Congreso, sede de la soberanía nacional, donde estaba invitado, sino en la Casa Consistorial, con el patrocinio de la alcaldesa Carmena y el amparo de la diosa Cibeles, diosa de la naturaleza agreste y madre de los Olimpos.

Ante dos centenas de interesados, custodiado por dos de sus consejeros, Oriol Junqueras y Raül Romeva, reclamó Puigdemont la necesidad del diálogo. "¡Ay! ¿Por qué queréis echar este peso sobre mí? No soy apto para el gobierno y la majestad", se excusaba Ricardo III tras las intrigas y celadas que le llevarían el trono. Diálogo, pedía el president, para acordar el día y la hora de un referéndum ilegal, no para resolver el conflicto que él y los suyos han creado. Reclamó más democracia -que en su pensamiento está cercenar-, para permitir que el pueblo se exprese, porque, sin duda, es el mejor modo de saber lo que quiere. Aludió a las palabras del Rey cuando era Príncipe en 1990: "La democracia expresa sus proyectos en las urnas", y recordó como antecedente de su voluntad transgresora la Operación Tarradellas, por la que el Gobierno de Suárez asumió en la Transición el reconocimiento de la Generalitat dentro del marco del Estado de las autonomías. Después, reprochó al Gobierno la negativa a negociar y el uso de la Fiscalía y el Tribunal Constitucional contra los secesionistas, y anunció, como enfática advertencia, que a pesar de todo "el Estado español no dispone de tanto poder para impedir tanta democracia".

Tras su insólito discurso, no por conocido menos sorprendente, se prodigaron sus jefes de espada. Oriol Junqueras, sobre la viabilidad de una Cataluña independiente, intentando conjurar los temores de recesión tras el aislamiento; y Romeva, para pedir comprensión a la ciudadanía bajo indulgente amenaza: "España tiene un problema: se juega su democracia en Cataluña".

Discurso delirante, alevoso y falaz el de los secesionistas, más atentos a satisfacer sus deseos que a dotar siquiera de forma legal sus propuestas. Delirante, por pedir al Presidente del Gobierno, en aras de una mayor democracia, que se salte las leyes y consiga el apoyo de las Cortes para su intento de secesión. Alevoso, por ocultar el borrador de La Ley de Transitoriedad Jurídica, un apaño de ley de ruptura que dotaría de apariencia legal la consiguiente Declaración de independencia en caso de no poder celebrar el referéndum. Y falaz, por tratar de pasar por verdad lo que sin duda pertenece a su opuesto.

Faltó a la verdad Puigdemont al hacer propias las palabras del Rey, cuando era Príncipe, sobre la relación entre democracia y urnas, pues no cuentan entre sus preferencias que el pueblo exprese mediante el voto su voluntad general, sino tan sólo una parte, la que los secesionistas asumen por propia. Faltó también a la verdad al afirmar que Rajoy se niega al diálogo, pues en numerosas ocasiones le ha propuesto que lleve sus propuestas a las Cortes, para poder debatir lo que a todos los españoles interesa. Y faltó a la verdad al calificar de "voluntad política", lo que no es sino conspiración, al sugerir al Presidente que urda una "Operación de Estado" para saltarse la Constitución y encontrar en las Cortes los "acuerdos necesarios" para lograrlo.

No mintió, sin embargo, su consejero Romeva al afirmar que España se juega su democracia en Cataluña, pues si nuestra Democracia no consigue resolver el desafío secesionista, no logrará garantizar la igualdad jurídica y política de todos los ciudadanos -también de los sediciosos-, fundamento de cualquier democracia. "Cuando la opinión contraria vence a la mía, no se prueba otra cosa sino que yo me había equivocado, y que lo que yo consideraba voluntad general no lo era", dice Rousseau. Para desgracia de Puigdemont y su tropa, el Estado español sí dispone de los recursos suficientes para garantizar la democracia y el Estado de derecho. No en vano, la Constitución contempla su extravagante desvarío y sanciona el modo de corregirlo y enmendarlo.