Que suscribe tuvieron veintiún hijos, prolíficos a su vez. Los nietos ya fueron menos y este biznieto ha tenido dos. Quizás el primer dato no sea representativo por su excepcionalidad, pero el último es muy normal entre las parejas que formamos familia en el último tercio del siglo XX. A día de hoy, la floración de aquel árbol ubérrimo se limita a una nieta. Esta curva, expresiva de una realidad frecuente, si no corriente, ilustra algo tan problemático como el descenso de la población española, que en un solo año, 2016, ha bajado en números redondos de 47 a 46'5 millones de ciudadanos. Es cierto que el medio millón perdido incluye la marcha de extranjeros residentes y de españoles que salieron en busca de trabajo, pero la causa principal está en la voluntad decreciente, que cayó en picado con el austericidio salvaje. El problema es muy serio en el doble plano de la pérdida de población productiva y el aumento de la pensionada. La estructura del bienestar social es de vasos comunicantes que permiten controlar el equilibrio de alturas entre la entrada de recursos productivos y la salida de recursos pasivos. Las primeras proceden de las cuotas de las personas físicas y jurídicas, tanto menores cuanto más grande se hace el cóctel del paro, el empleo parcial o inestable y el salario de la pobreza, además de la baja rentabilidad o la práctica elusiva de las empresas. Las segundas impulsan el envejecimiento poblacional, biológicamente favorecido por el salto espectacular de la esperanza de vida (un dato de progreso). Aunque son de primaria, estas nociones no alumbran medidas eficaces para el fomento de la natalidad. Hay ayudas, cada vez más atinadas, sea dicho en su honor, para las parejas decididas a formar familia, o ya iniciadas en la paternidad. Pero la muy repetida recuperación del país, que le hace líder de esto y lo de más allá, no está incentivando la natalidad entre quienes no la rechazan pero desconfían de sus medios presentes y futuros para sostenerla responsablemente. No se trata de lanzar programas de contención o expansión como los de China, con medidas punitivas que hoy afectan a los que se pasan y mañana a los que no llegan. En democracia, eso es imposible y merecería todos los vetos. Pero si el mayor problema español a medio plazo -incluso a corto- es la población declinante, a la eficiencia de la inversión social del Estado no le queda otra que blindar la confianza de quienes desean formar familia sin arruinar su vida presente ni, sobre todo, la futura de sus hijos. La clave es respaldar la voluntad en términos económicos, funcionales y asistenciales, sin menoscabo de la libertad.