Los cables del teléfono trasmiten mensajes de un lado a otro, sin aparente orden ni concierto. En algunos tramos de su recorrido, engordan, formando un nudo, como si no hubieran podido digerir aquello que alguien intentó trasmitir desde algún confín de la Tierra, y presentan un aspecto similar al de una boa después de tragarse a su presa. Una boa que se ha tragado una ardilla o una zarigüeya, y que al circular por el interior de su cuerpo no puede evitar la evidencia de su presencia.

Cuántas conversaciones prohibidas, trágicas, inoportunas, han debido quedar retenidas en los nudos de los cables del teléfono, sin haber podido llegar a su destino.

Cuántas palabras de amor permanecerán atascadas sin haber llegado nunca al impaciente amante.

Los cables del teléfono, en las fachadas de las casas, se vienen mezclando desde hace años con los de la luz, y últimamente con los de Internet, como si pretendieran alumbrar los mensajes, dándoles el color del que adolece el pensamiento, la sugerencia, la cita.

Los cables del teléfono están acostumbrados al rigor de la climatología y aparecen, sin ningún pudor, a la vista de propios y extraños, sobre las desnudas paredes de las casas, sobre los fríos muros de las iglesias, sobre las silenciosas tapias de los conventos, bajo los balcones de quienes, asomados, nunca llegaron a percibir como, bajo sus pies, pasaban y pasaban palabras, noticias, afectos, consuelos, amores.

Cuantos odios aparcados, cuantos negocios sin consolidar, cuantas palabras frenadas sin poder servir de consuelo, en los cables del teléfono. Cuantas voces apagadas, algunas ya en el más allá, se encontrarán almacenadas en el más acá de los cables del teléfono.

A las compañías de telefonía, de la luz y de Internet, les tiene sin cuidado dejar a la vista esos antiestéticos cables de enorme sección, y esos cuadros con empalmes en forma de enormes supositorios, a los que se suman aparatos eléctricos o electrónicos, cuyo impacto visual llega a asustar. Ellos van a lo suyo, y se aprovechan de leyes que alguien ha promovido en su provecho, para quedar protegidos de la ira de cualquier ciudadano defensor de la estética. Se aprovechan de la pasividad de los ayuntamientos, que permiten que cables y cajas de conexiones, se coloquen en cualquier parte, de cualquier manera, ala vista de todo el mundo, rompiendo la estética de cualquier fachada, el buen gusto de cualquier edificio histórico.

Las calles de Zamora, como las de algunas otras ciudades, son buena muestra de ello. Esos pegotes añadidos atentan a la sensibilidad de cualquier paseante; de ahí que muchos nos e atrevan a mirar hacia arriba y fijen su mirada en el suelo de las rúas, para evitar encontrarse con ese pegote que afea, deforma y envilece las calles. Nadie se ha preocupado de llamar la atención a quienes destrozan así cualquier panorama que algún día pudo presumir de hermoso, con tal de forrar la cuenta de resultados de determinadas empresas. Y no es que no existan alternativas, ni que no haya soluciones, es que como son conocedores de vivir en la impunidad hacen lo que les viene en gana y destrozan cualquier paisaje, ya sea urbano, rural o mediopensionista. De hecho, en 2001, coincidiendo con "Las Edades del Hombre", bajo las aceras, y corriendo paralelas a la línea marcada por las fachadas de los edificios, se empotraron canalizaciones, aprovechando que hubo que levantar el suelo de las calles, en el casco histórico, para poder adecentarlo, para que pasara por ellas todo tipo de cableado, pero nadie ha hecho uso de ellas.

Ningún partido político ha movido un dedo para solucionarlo, para evitar esa permanente agresión a nuestro patrimonio, a la estética, al buen gusto. Porque ninguno se atreve a meter mano a los monopolios que aprovechan la publicidad para disfrazarse de otra cosa.

Pero, por mucho que se empeñen en atentar contra todo, siempre quedará algún verso, alguna palabra suelta, prendida, o flotando en el éter, cerca de esos cables que un día sirvieron de camino para llegar a alguien que los esperaba con impaciencia en alguna parte