Como una prolongación de la tierra en la que se asienta. Humilde. Sin estridencias. Así surge la ermita de San Mamés en lo alto del cerro, con la naturalidad del brezo o los robles que la circundan y es tan pequeña que la mayor parte de los lugareños tiene que quedarse fuera mientras el señor cura dice la misa.

Los sillares son de piedra. La cubierta, de teja roja. Junto a la entrada una cruz y en la parte sur un ventanuco. Nada más. El resto monotonía. Ni galerías, ni gárgolas, ni tímpanos, ni arcadas. Ni una columnilla por sencilla que fuese. Nada. Ni tan siquiera una campana. La austeridad es brutal, sin embargo, desprende un magnetismo que cautiva.

Fue levantada a toque de concejo cuando los vecinos compartían sueños y carretas y supuso para la Tierra Vieja de Tábara la culminación de un logro colectivo. Hoy poco queda de aquel pasado. Su silueta, si acaso, emergiendo con un no sé qué, entre mágico y balsámico, de un robledal que muda la hojarasca a medida que el sol avanza.

Del hechizo forma, también, parte el aislamiento. La inmensa soledad que, de común, la invade se presta a las pasiones más ardientes o inconfesables y bien que lo saben los amantes furtivos, sin embargo, ahora está desconocida. Velas encendidas, flores, ofrendas votivas, un par de hachones y tras el altar San Mamés y San Blas, los patrones. Cariacontecidos y mohínos desde que salieran de la gubia del señor Luis, hoy parecen sonreír. Es Lunes de Pascua, día de romería, y la ermita resplandece. Está de gala.

Justo en este momento la procesión serpea en su derredor desorganizada y bullanguera. Unos charlan. Otros miran. Quizás alguien rece. En la parte delantera las muchachas cantan y, a su paso, los mozos no quitan ojo a sus piernas morenas. Mientras, los lugareños se acomodan en la pradera por familias y juegan a la calva y al marro. Huele el valle a carne asada.

A continuación se subasta el ramo, un bastidor en el que las mujeres colgaron rosquillas a primera hora de la mañana. Comienza la puja. "?¡Cincuenta a la una!...¡Cincuen?, cincuen, ...cincuenta a la una!...". El subastador se ha encaramado a un tocón de encina y desde allí desgrana su salmodia, un monólogo sabiamente estructurado que se transmite de padres a hijos. De vez en cuando alguien levanta la mano y se lleva el lote. Recuerdo al señor Gabriel, el panadero. Tenía el horno en el pueblo, junto a la fuente de los Caños, y yo era un niño entonces. . "..¡Cincuen?, cincuen?, cincuenta a la una!?", decía el buen hombre con idéntico soniquete.

Una de los atracciones más esperadas es la danza. Primitiva. Simbólica. Arcana. Estremece pensar que el enigmático paloteo de los danzantes aquí, en esta tierra de lobos difícil y fronteriza, quizás sea el de nuestros ancestros en las majadas donde procreaban. Los mismos saltos, los mismos juegos. Tal vez iguales sueños y desencantos. Su significado es incierto y a punto estuvo de desaparecer con la llegada de nuevas formas de expresión pero, afortunadamente, el maestro Carlos lo impidió con dedicación y talento.

Se trata de una coreografía en la que los participantes golpean entre sí unos palos al ritmo de dulzaina y tamboril. El "Señor mío Jesucristo", "La Pasión", "El veinticinco". Uno tras otro los lazos se ejecutan con precisión milimétrica y cuando finaliza "Las calles de Roma", el más esperado, se incrementan los aplausos.

A media tarde comienza el baile. Un ritual. La expresión popular, en estos pagos, del cortejo. Se establecen relaciones. Se inician romances. Con las primeras sombras los mozos pierden la timidez y algunas parejas abandonan la pradera cogidas de la mano al tiempo que un runrún como de enaguas y sedas movidas apresuradamente se extiende por el valle. Presiento a la naturaleza en estado puro y, de pronto, tengo la extraña sensación de que los jóvenes cuerpos son un canto a la vida. Una celebración los forcejeos. Una sinfonía, esa ineludible llamada de la sangre, difícilmente superable.

Es noche cerrada cuando la orquestina deja de tocar. La romería acaba. Con la marcha de los romeros las hogueras se fueron apagando y, en lo alto del cerro, San Mamés y San Blas descansan. El silencio ha vuelto a la braña. La sierra de La Culebra duerme. Es hora de regresar.