Cuando ya llegamos al fin de la semana más religiosa, entre media España que "anda pidiendo escaleras para subir a la cruz" y otra media que se solaza en campos y playas a la espera de las nuevas jornadas con los problemas de siempre, recordamos la voz del poeta que rechazaba la hipocresía que enaltecía el sufrimiento, ese cantar que "echa flores al Jesús de la agonía".

Decía Machado que no quería cantar "al Jesús del madero, siempre con sangre en las manos, siempre por desenclavar". No quería ni podía cantar al Cristo mártir, al condenado que sufría por la injusticia e incomprensión de sus contemporáneos, al que ofrecía su sangre para la salvación de sus verdugos, que la tradición cantaba, sino "al que anduvo en los mares". Prefería al Jesús compasivo de las bienaventuranzas, al profeta del amor y el perdón, que multiplicaba los panes, curaba a los enfermos y aplacaba las tempestades. Quería cantar al profeta triunfante que fascinaba a las multitudes con su mensaje de paz y fraternidad, que amaba a sus enemigos y despreciaba los bienes terrenos, que acogía a los menesterosos y daba cobijo a los marginados. Pero ese Jesús heroico y magnánimo, compasivo y triunfante, también se manifiesta en la cruz, en el perdón de sus verdugos y en el amor a la humanidad. "Padre mío, perdónalos porque no saben lo que hacen". Y ese espíritu de perdón, humano y fraterno, solidario y pacífico, lo recuperamos hoy en las calles y plazas con la representación de la Pasión.

Fue Jesús, y sigue siéndolo, ejemplo para creyentes y agnósticos. Nos dejó un mensaje de paz, amor y fraternidad que mantiene plena vigencia en un mundo insolidario y en permanente guerra. Que el dramatismo y el oropel de la Pasión no nos ofusque.