Desde que nacemos estamos unidos a nuestros progenitores. Las primeras palabras que, incluso, atinamos a pronunciar son mamá y papá. Los cinco sentidos nos vinculan inexorablemente a ellos desde el principio de la vida. Y todo ello lo hacemos de manera instintiva.

A lo largo de los años adquirimos un sinfín de conocimientos y desarrollamos toda clase de habilidades. Pero, en cambio, nadie nos ha enseñado a separarnos de nuestros padres. Esa lección no está en ningún libro y no aparece en los manuales de ninguna universidad; solo surge en la escuela de la vida, cuyo reverso inquebrantable es la muerte.

Por eso, deberían desde pequeños abrirnos esa página apócrifa en la que figuran las nociones que nadie se atreve a enseñarnos. Esa parte indisoluble de la propia vida cuya denominación nos cuesta hasta decir, pero de la que tendríamos que conocer las claves de la gestión emocional de su inequívoca existencia. Nos deberían, como digo, enseñar a separarnos de nuestros seres más queridos, en lugar de estigmatizar un hecho que, por cruel que sea, forma parte de nuestro ciclo vital.

Y cuando nos toca decir el último adiós a alguien tan próximo, como es el caso de hoy mismo, quizá nos sirva como avance de ese aprendizaje pendiente asumir que mientras una madre o un padre permanezcan vivos en nuestro recuerdo no mueren ni morirán jamás. Tenemos, créanme, esa capacidad innata que no se aprende en ningún sitio, porque sólo nos basta el corazón y las ganas de querer más allá de la muerte.

Gracias, Asun, por tus lecciones de vida y por tu bondad inconmensurable. Siempre estarás con nosotros.