Desde el viejo portalón de entrada, con su robusta puerta de doble jamba claveteada como por adorno con gruesos remaches redondos y solo abierta en su parte superior, me asomo para contemplar durante instantes que se convierten en horas la villa que tengo frente a mí; se trata de un pequeño montículo que circunda una parte del pueblo, su base se utiliza como tierra de labor y la ladera cae como una capa hacia el pueblo. Esta es la vista que tengo desde casa; es primavera y parece mentira como un pedazo de tierra de la que nadie se ocupa puede convertirse en algo tan hermoso. Toda la pendiente está cubierta de hierba verde, han nacido espontáneamente cientos de florecillas blancas, amarillas y moradas que salpican el terreno como si fuera la decoración de una enorme túnica, junto a varios ramajes diferentes que proporcionan una vista espectacular.

La proliferación y abundancia de vida es tal, que siempre me sorprende este milagro de renovación, así que me embeleso contemplando cada palmo de suelo; a veces subo la cuesta y llego hasta la tierra labrada donde se ha obrado otro prodigio: las espigas de trigo están naciendo y entre ellas con osadía asoma el color carmesí de las amapolas que se esparcen por todo el campo. Amapolas y trigo han formado siempre un tándem perfecto; se diría que se llevan bien y el verde monocromo contrasta con el escarlata de unas flores tan delicadas.

En el otro encuadre la ladera es ocre y está desierta, con hierbajos de mayor o menor altura y numerosos cardos que nacieron en el periodo de esplendor, ahora ya secos, y se reúnen en grupos como para protegerse del rigor de la estación. La proliferación de espinas hace imposible siquiera el acercarse a ellos, pero me gustan porque forman parte de un paisaje árido y porque permanecen ahí, erguidos durante la época más dura recordándonos que hay que seguir adelante, pese a las inclemencias de la vida.

Cardo y amapola simbolizan lo áspero y lo delicado, lo compatible y lo antagónico; una dualidad de plantas que nacen y viven en el mismo suelo como la propia vida, única para todos y, sin embargo, en la que conviven personas diversas; animales y plantas habitamos en un espacio y padecemos los mismos infortunios climatológicos y, como en la vida, sobreviven los más fuertes, quienes no decaen, aquellos que no ceden su espacio a otro más poderoso que le gobierne y le anule.

Mª Soledad Martín Turiño