Así me decía por teléfono una buena amiga. Hacía tiempo que no la veía por la iglesia y cuando la llamé para saber si no se encontraba bien, me dijo: "no voy por la iglesia, y ya veremos si vuelvo, porque estoy muy cabreada con Dios". Se había separado del marido y había tenido una serie de problemas de familia y de enfermedades. En fin, lo que decimos muchas veces, que los males parece que vienen juntos en determinados momentos de la vida. Ella pensaba que no se merecía eso, que Dios no se estaba portando nada bien con ella... en fin, que Dios estaba siendo injusto con ella.

Puede ser que a muchos de nosotros, creyentes, nos haya pasado algo por el estilo. La vida nos achucha con una serie de males y problemas, todo se nos vuelve oscuro y nos preguntamos, como los hebreos en el desierto: "¿Dónde anda Dios?? ¿Es que Dios está en medio de nosotros?".

Y se nos olvida, o no queremos aceptar, que el mal y el dolor no son algo creado y querido por Dios, que suceden porque toca, porque nos ha dado una libertad, porque nos ha creado imperfectos, finitos y limitados y porque la gente hacemos cosas malas, queriendo o sin querer, que fastidian o hacen daño a otros seres humanos.

Si el mal es algo que Dios permite pudiendo ser evitado no sería el Dios que nos reveló Jesús. Yo no creería en alguien que pudiendo acabar con el sufrimiento de los niños, con los crímenes, con la angustia... no lo hiciera. El mundo tiene leyes que son inevitables y que están intrínsecamente unidas a la finitud. Ahí está la razón del mal. En un mundo que es imperfecto.

El mal y el dolor es un misterio que no tiene fácil respuesta y que remueve y conmueve los cimientos de nuestro ser y de nuestra fe y nos hace preguntarnos con toda razón por qué, y por qué a mí.

En estos días previos a la Semana Santa nos viene bien recordar y nos puede ayudar el pensar que Él, nuestro Jesús, se hizo semejante a nosotros, que pasó primero por esto. Él, que pasó por esta vida siendo bueno y haciendo el bien, mira cómo acabó. Tan mal le fue que acabó angustiado, preguntando a Dios: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?", pero terminó aceptando esa gran injusticia de la cruz: "A tus manos encomiendo mi espíritu", aceptando la voluntad del Padre.

Claro que todo acabó en la resurrección, es decir, que el Padre no lo abandonó y le dio la gloria de la resurrección. Como hará con nosotros si somos fieles y nos fiamos de Él, aunque no entendamos mucho, o nada, lo que nos está pasando. ¡Buena Semana Santa! ¡Feliz Pascua de Resurrección!