La tradición engendra la costumbre hasta tal punto que se identifican en la estimación de los hombres. Es natural, si se entiende que la tradición es la transmisión de una norma o creencia de generación en generación y la costumbre es lo que se viene adoptando en el ejercicio de la libertad del género humano. Y la fuerza de ambas cosas viene manifestada por el hecho, universalmente adoptado, de que la costumbre ha sido una de las fuentes de la ley. Esta procede de una resolución positiva de los órganos de Gobierno en la función de establecer las normas de conducta que deben observar los hombres en una sociedad constituida. Y, a falta de esa actividad, tomada formalmente, lo que viene realizándose por los hombres en tiempos sucesivos, comúnmente aceptado, eso sirve de norma de actuación. Dicho en otras palabras, la costumbre seguida por los hombres es válida como norma de conducta en la vida individual y social. Si esa costumbre viene acatándose a través de los siglos, debe tener tal fuerza que resultará irrefutable y obligará sin admisión de contradicción por parte de la sociedad.

De eso sabe mucho la sociedad española. No hay que olvidar que España fue la primera nación moderna constituida allá por el siglo XV y lleva, por lo tanto, cinco siglos de existencia y admisión de las costumbres en su norma de conducta. De aquí la negativa del pueblo (en general y no una porción pequeñita del mismo) cuando se intenta fijar normas contrarias a la tradición o a las costumbres. Entre los españoles (hablo generalmente de los pueblos y dejando a un lado las ciudades gigantescas que se han construido a lo largo de los tiempos) en estos días se estén produciendo verdaderas insurrecciones por el intento de suprimir el toque de las campanas. Durante siglos la campana ha sido el alma del pueblo: ha ido alegrándose con los nacimientos y llorando en redoble con las defunciones; llamando a la oración en la misa o gritando en pro de la solidaridad ante un fuego, por ejemplo. Y ahora, de repente, por el capricho de un grupúsculo de determinada tendencia, se quiere matar esa alma del pueblo. Es muy comprensible que el pueblo se subleve ante el asesinato de esa su alma.

Pero, así como es plausible el mantenimiento de unas tradiciones aceptables, es reprobable la perpetuidad de una interpretación, rigurosamente literal de tradiciones fundadas en esa interpretación de la Sagrada Escritura. Los tiempos cambian y con ellos deben cambiar estructuras que, otrora aceptables, hoy no pueden aceptar en una sociedad civilizada. Entre ellas se da hoy en España una lucha denodada en pro de la igualdad del hombre y la mujer en la vida social. Se ha venido exagerando el acatamiento del castigo impuesto por Dios a nuestros primeros padres en el paraíso. Allí se dijo al hombre: "Por ti será maldita la tierra. Con trabajo comerás de ella todo el tiempo de tu vida; te dará espinas y abrojos y comerás de las hierbas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan". Y se le dijo a la mujer: "Multiplicaré los trabajos de tus preñeces. Parirás con dolor los hijos y buscarás con ardor a tu marido que te dominará".

Allí se estableció una distribución de roles entre hombre y mujer para la vida social. Y, exagerando esa distribución, se ha venido a lo largo de los siglos imponiendo con exageración ese dominio del hombre sobre la mujer. Los tiempos han cambiado y es preciso que la igualdad se establezca en todo aquello que no sea incompatible con la naturaleza del hombre y de la mujer. Nunca podrá abolirse la diferencia en la multiplicación de la especie; y nunca, por tanto, se logrará que el hombre conciba. De aquí que algunos hayamos pensado siempre que la diferencia no supone disminución de importancia, sino más bien al contrario: siempre hemos pensado que la mujer es superior al hombre, porque ella está asociada a Dios en la transmisión de la vida y el hombre nunca podrá realizar esa función divina. Como personas sí son iguales y de aquí deriva el establecimiento de la igualdad. En cambio hay multitud de funciones que la mujer puede desempeñar igual que el hombre, con mayor o menor efectividad. Ahí sí se impone la igualdad, en contra de lo que venía sucediendo en muchos países y sigue ocurriendo en el mundo del islam. Hay que llegar, por tanto, a una interpretación recta de la Escritura y desechar la exageración que puede dar lugar a aberraciones inaceptables. En la tradición y la costumbre, para que tengan toda su fuerza hay que llegar a la recta interpretación y no exagerar la literalidad de los escritos, divinos o humanos.