La llegada del tiempo de la Cuaresma es una invitación a exiliarnos en el desierto. El desierto es el lugar vacío y árido donde apenas descubrimos vida con la mirada. Sin embargo, el desierto también es el sitio propicio para la reflexión, pues a veces es necesario que se haga el silencio para aprender a escuchar a los otros y a nosotros mismos. Pero no debemos pensar en el desierto como un lugar geográfico, sino como el lugar vital al que debemos volver cuando los caminos están demasiado embarrados, cuando cada paso supone un enfrentamiento con los otros, cuando se vuelve lejana la posibilidad del encuentro.

A menudo nos llegan noticias de esa dolorosa enfermedad llamada alzhéimer, que se empeña en borrar los recuerdos de sus víctimas, poco a poco, como una herida abierta por la que se desangra la memoria. Sus víctimas comienzan olvidando las cosas menos importantes, pero, con el tiempo, acaban olvidando a sus seres queridos, hasta que ignoran su origen y su función en la sociedad.

Algunas realidades eclesiales parecen haberse sumido en la desmemoria de su naturaleza, de los valores con que fueron fundadas por nuestros antepasados, que encontraban en ellas una forma de ser mejores hombres y mujeres, caminando de la mano, como hermanos, a imitación de Jesús de Nazaret.

¿Servirá este tiempo para liberarnos de todo lo que resta, de todo lo que no aporta? ¿Servirá la experiencia en el desierto para reparar las fracturas? ¿Servirá al menos para que cada uno, individualmente, busquemos la verdad en nuestros gestos y en nuestras acciones? ¿Qué morirá y resucitará en nosotros esta Semana Santa?