Esta semana he sentido el cabreo de la gente en casi todos los escenarios por donde me he movido: mientras hacía la compra en el hipermercado, en mis clases de la Facultad de Ciencias Sociales, con los mayores de la Universidad de la Experiencia, tomando un café en el bar de la esquina, paseando a Yako por los andurriales de la ciudad donde resido, en las redes sociales e incluso en las puertas de las Iglesias tras la misa de 12. El aire que he respirado en esos escenarios estaba contaminado de rabia e indignación. ¿Los motivos? La sentencia del caso Nóos y, de modo muy especial, la condena que le ha caído a Iñaki Urdangarin y a su mujer, la infanta Cristina. Hace siete días ya dejé caer en esta misma columna algunas de mis impresiones sobre el asunto, llegando a cuestionar la imparcialidad de la justicia. Incluso me arriesgué y escribí que estos mensajes son letales y perniciosos para la sociedad, como para que a partir de ahora sigan insistiendo en que usted y yo hagamos las cosas como Dios manda.

No soy jurista y desconozco los entresijos de la sentencia. No obstante, a la hora de valorar los acontecimientos de la vida cotidiana, en muchas ocasiones procedo como la inmensa mayoría, esto es, aplicando el sentido común. Ya sé que no siempre debe hacerse así, pues a veces el sentido común juega malas pasadas, como suelo explicar en mis clases o en otros foros de opinión. Ahora bien, suele ser una herramienta útil para enfrentarse a fenómenos sociales, como el caso que nos ocupa. Y el sentido común de las personas con las que he hablado y debatido conduce a la misma conclusión: la justicia no es ciega, cuestionando el símbolo o la alegoría con que suele representarse: una mujer impasible, a veces con los ojos vendados, portadora de una balanza en una de sus manos, transmitiendo una supuesta imagen de imparcialidad y equidad. Y no es ciega porque en los modos de juzgar y de castigar actos punibles tenemos la percepción de que en muchas ocasiones no es lo mismo que los infractores se llamen A, B o C.

De las opiniones que he leído y escuchado durante los últimos días, me quedo con dos. Un buen amigo mío, que comentaba el final de mi columna del domingo pasado a través de las redes sociales, mantenía que nosotros sí seguiremos haciendo las cosas como Dios manda, pues tenemos principios y valores. Y estoy totalmente de acuerdo con él: aunque estas sentencias sean poco aleccionadoras, la mayoría de los ciudadanos seguiremos actuando conforme a lo que se espera de nosotros. Y la otra reflexión procede de mis alumnos del Grado de Trabajo Social y de la Universidad de la Experiencia. Estos días estamos viendo en clase diversas cuestiones relacionadas con la desigualdad social. Pues bien, el caso Nóos ha llegado como una bendición a las aulas y nos ha servido para comprobar hasta qué punto el origen social y la familia de procedencia siguen siendo importantes en la vida. Lo cual conduce a que muchos españoles no solo estemos cabreados con las consecuencias de la sentencia. Cabreados es poco: lo siguiente.