L a concesión de la Medalla de Oro de las Cortes de Castilla y León a los emigrantes, en especial a los que tuvieron que salir hacia América Latina entre 1880 y 1960, es un reconocimiento que no hace sino poner en valor la memoria de esta tierra, de la que partieron entre aquellos años más de 350.000 personas. León, Salamanca y Zamora fueron las provincias que más sufrieron la marcha de sus paisanos, principalmente a Argentina, Cuba y México. Un viaje realizado en extremas condiciones y que en la inmensa mayoría de los casos fue solo de ida. Pero eso nunca fue, ni es hoy en día, un obstáculo para que los más mayores y las nuevas generaciones ya nacidas en esos países hayan olvidado sus orígenes.

Para quienes tenemos recuerdos imborrables de lo que supone la emigración, la distinción que se entrega el próximo sábado, 25 de febrero, día del Estatuto de Castilla y León, es mucho más que un acto institucional y protocolario. Es, sobre todo, un merecido premio a todos esos castellanos y leoneses que nunca renegaron de sus raíces, de su cultura, y que mantuvieron vivo hasta la muerte su tesoro más preciado: el recuerdo de su tierra natal.

Un territorio es la referencia imprescindible del ser humano, en el que nace y al que regresa constantemente. Como dice el poeta argentino Juan Gelman, "no debiera arrancarse a la gente de su tierra o país, no a la fuerza. La gente queda dolorida, la tierra queda dolorida". Y así es, porque ese dolor se mete sin querer en las entrañas de la gente y de la propia tierra. Créanme, los emigrantes siempre mantienen un invisible pero resistente cordón umbilical con la tierra en la que nacieron, en la que experimentaron sus primeros sentimientos. Y por eso, humildemente, nuestro deber es compartir sus anhelos y recuerdos más allá de la distancia, más allá del tiempo.