La multiplicación de los depósitos nucleares incontrolados, las lluvias ácidas, la desaparición de los bosques amazónicos, el aumento del agujero de la capa de ozono, las migraciones de hordas de desheredados que acuden a llamar -a veces con violencia- a las puertas del bienestar, el hambre azotando a continentes enteros, las nuevas e incurables enfermedades, la destrucción interesada del suelo, los climas que se modifican, los glaciares que se deshielan, y todo ello aderezado por la ingeniería genética que permitirá obtener duplicados de los individuos que más contribuyen a que esto suceda, no hacen sino despertar los ancestrales miedos e incertidumbres que siempre han preocupado a la humanidad.

La solución a este sombrío panorama resulta sencilla de definir y difícil de aplicar. Según los practicantes del ecologismo más radical, también denominado místico, sería necesario el suicidio de la humanidad entera para salvar a la naturaleza. Estos ecologistas radicales que defienden la vida de la Madre Tierra llegan a plantearse hasta qué punto no sería mejor que la especie humana desapareciera, al objeto de que desapareciendo la amenaza que supone la propia presencia del hombre, pueda permitirse sobrevivir al planeta. Dicha corriente, alineada con los que defienden que "el mundo y la historia son el fruto de un cúmulo de errores", al ser tan extremista, se aleja de la ética y pierde sentido. Afortunadamente, otras corrientes ecologistas, más conservadoras, propugnan que "la historia posee un sentido y una dirección de marcha que no es un mero cúmulo de hechos absurdos y vanos". Pero el problema de fondo es que, tanto unos como otros creen estar en posesión de la verdad. Y la verdad no debe imponerse más que con la fuerza de la propia verdad. Por tanto, a todas las tendencias habría que hacerles ver que quienes no son capaces de reconocer sus errores no están capacitados para ver nada mejor y, consecuentemente, terminan siendo esclavos de ellos mismos.

Parecería más razonable pensar que el equilibrio aún es posible y que la fórmula podría resultar relativamente sencilla de definir, porque simplemente bastaría con fijar el margen entre lo que el hombre puede exigir a la naturaleza, y lo que no debe hacerle para que no perezca. Para ello, habría que controlar a los destructores de la naturaleza y convencerles que, mal que les pese, el resto del mundo no piensa como ellos, independientemente de los principios que pueda tener cada uno, de que amen o no a los demás, o de que los odien, o simplemente que los ignoren. Habría que convencerles que la dignidad humana es un principio fundado en un sentir y obrar común, y en no usar a los demás como instrumento. También habría que obligarles a razonar para que no traten de imponer a los demás que abandonen lo que tienen, lo que son y lo que piensan.

Quemar a una bruja o a un hereje no fue considerado un pecado, y menos aún un crimen, durante casi la mitad de la milenaria historia del cristianismo; por el contrario, crueldades de este tipo, que violaban la esencia de una religión, que había sido fundada sobre el amor, eran llevadas a cabo en nombre y tutela de esa misma religión, y de la moral de la que, intrínsecamente, había debido formar parte. Afortunadamente, al día de hoy, no cabe tal interpretación, ya que además de injusta, se vería como impropia, lo que debería servir, como base de reflexión, para los radicales de todo tipo.

Hay que luchar porque llegue el día en el que quemar un monte, devastar un bosque, o contaminar un río sean juzgados como delitos contra la humanidad, y con que se acabe con los bastardos intereses que los propician. Pero, mientras tanto, hay que tener en cuenta que en la experiencia moral de los seres humanos destaca una voz, cual es la "voz de la conciencia", que es inherente a cada persona, y que hace posible el diálogo moral entre corrientes discrepantes, y entre personas de distintas convicciones, culturas y razas.

Como la ética está relacionada con la definición de la verdad, tal vez sea ésta la seña de identidad que pueda advertir de las dificultades que gravitan sobre el pensamiento, sin dejar en el olvido que el blanco de los ilustrados es, sin duda, la ignorancia, y que cuando ésta llega al poder se convierte en una fábrica de problemas y en una permanente amenaza para la humanidad. De ahí que el avance en el entendimiento de las grandes cosas sencillas, de una forma generalizada, pueda llegar a significar un paso adelante para compartir razones de esperanza.