Las pocas veces que vamos a Toro comemos en el hotel Juan II, situado por detrás de la Colegiata y mirando a la maravilla de la Vega. Desde allí, sobre el mirador se contempla toda la parte del término municipal de la ciudad de doña Elvira y varios de los pueblos de su alfoz. Yo siempre me coloco frente al ventanal y mirando hacia el suroeste siguiendo el caudal del Duero y divisando todo el panorama hasta descansar en la dehesa de Timulos, límite del término de Toro con el de Villafranca de Duero, pueblo ya de Valladolid, sentado en la margen izquierda del Duero. Desde Timulos se ve en la margen derecha al pueblo vallisoletano de San Román de la Hornija. La razón de mi asiento es el recuerdo de mis años de niño, unos pocos, de los 9 en adelante. Años intensos fueron, dedicados a vivir a tope, ya que allí no podía hacerse otra cosa.

Parece mentira que eso pueda ser; pero la verdad es ésa: En una dehesa, con escaso número de población, estábamos reunidos un mundo de personas: En nuestra casa éramos cinco y, aunque todos zamoranos, cada uno había nacido en un pueblo: Andavías, Cubillos, La Hiniesta, Cernadilla y Requejo de Sanabria. Los arrendatarios del terreno de labor eran una viuda y dos matrimonios; las tres familias venían del terreno de Peñaranda de Bracamonte, en Salamanca, y cada una de un pueblo diferente; los arrendatarios de los pastos, zamoranos procedentes de Moreruela de Tábara; el guarda y los suyos eran de Peñaranda de Duero en Valladolid; y el guarda del Canal de San José, era de la provincia de Palencia. En la escuela de mi padre se reunían los chiquillos de todas esas procedencias y se sumaban dos hermanos de la desembocadura del Guareña, otros dos del Gejo (una finca junto al Duero) y otro chico de una finca junto a la carretera que iba a Villafranca. Llegado el mediodía, los de la dehesa iban a comer a su casa; los de lejos traían la "fismbrera" de casa y el de la carretera de Villafranca comía en nuestra casa el cocido que allí le hacían con los elementos que, al completo, traía de su casa. Aquella comida era algo especial, que causaba la envidia de los tres hermanos; nosotros padecíamos el hambre de la postguerra y aquella abundancia era algo desconocido y lejano para nosotros. Pero había que aguantarlo, porque en casa era necesaria la cantidad que el chico pagaba por asistir a clase.

Disfrutábamos de una vida feliz los habitantes de aquel pequeño pueblo. Al salir de la escuela, por la tarde, jugábamos hasta el anochecer a los juegos corrientes en nuestra provincia. Luego íbamos para casa y, hechos los pocos deberes que mi padre nos había mandado, cenábamos y nos acostábamos sin pérdida de tiempo. Como no había luz eléctrica, había que encender un candil que no debía gastar mucho. No se perdía tiempo ni siquiera en oír la radio; era imposible enchufarla al candil.

Los domingos teníamos todo el día para divertirnos. No había ni siquiera una capilla, el pueblo más próximo era Villafranca de Duero y estaba lejos para ir a pie; tampoco se empleaban carros ni otro tipo de transporte; eso quiere decir que no teníamos misa ni algún otro tipo de actividad de tipo religioso. Mi padre, el maestro, se encargaba de una educación completa y era bastante riguroso en exigir en nosotros comportamientos correctos en todo lo que lleva consigo la ética. Colaboraba el vecindario, poniendo en su conocimiento cualquier conducta inconveniente en cualquier alumno de su escuela. Como ejemplo, puedo citar aquella vez que cedimos a la tentación de acudir a una josa a coger guindas tempranas. Al día siguiente a los mayorcitos de la clase (los pequeños no entraron para que un posible guarda no los cogiera corriendo) nos recibió el maestro al entrar en clase con un golpecito en cada oreja, acompañados de las palabras: "guindas"? "cerezas". Teníamos mucho espacio para correr; jugábamos subiendo a los árboles, nadábamos en el Duero en el buen tiempo. .. También se hacía baile en el que los aparatos mecánicos o de cualquier índole eran sustituídos por las voces de las jóvenes de la población. Los mayores se encargaban de sus cosas y la vida transcurría tranquila y sin problemas. Al contrario que el número de habitantes, la felicidad era muy grande en aquel pequeño mundo que residíamos en el antiguo Timulos. Y esa felicidad añorada es la que me arrastra en el comedor del Juan II a las sillas que me ayudan a recordar.