Da igual lo que nos digan, lo más extraño es que todavía haya quien pontifique con infalibilidad aparente aquello tan gastado de que "todos somos iguales" ante cualquier circunstancia, institución o construcción vital.

Vaya por delante que no es algo que pienso y escribo como crítica, protesta o queja. Tampoco es algo que me parezca bien, que apoye o respalde. Más bien es algo que constato con una prístina seguridad por el mero acto de apreciar la realidad física en la que vivimos.

Desde que nacemos y hasta que morimos somos distintos unos de otros, en esencia y en circunstancia. Apenas damos la primera bocanada autónoma fuera de la placenta que nos individualiza en origen, ya nuestra incursión en el mundo es única, personal e intransferible. También es distinto cómo la vida nos recibe y acoge. Somos al final fruto de ese majestuoso azar por el que pudiendo hacer millones de burbujas en el agua jabonosa del baño, nunca habrá dos exactamente iguales, en forma, volumen, peso, colores o textura.

Y no cambian las circunstancias a medida que como animales sociales nos vemos inmersos en ese artificio que hemos ido creando, tan real como la biología misma, que son las normas de la civilización. También ahí, como las burbujas, tomos somos distintos de todos y como tales somos tratados, si bien es cierto que el marco de convivencia que conforman las leyes, usos y costumbres, tratan de que esas diferencias sean cada vez menores y menos dependientes de la arbitrariedad o la fuerza.

Por eso la ley, nominalmente igual para todos, es un gran invento y por eso su aplicación debe hacerse de manera lo más independiente posible. Protegida de las presiones de los poderosos o del capricho de la amistad o la enemistad. Desde el siglo XVI consta la Justicia representada con los ojos vendados, aunque con frecuencia podamos pensar que la venda no es lo suficientemente opaca o deja algún resquicio abierto por el que se cuela la luz que contamina sus decisiones.

Claro que la justicia no es igual para todos porque como creación humana es imposible que alcance la sublime perfección que a ella le exigimos y no al resto de creaciones humanas. Lo importante es que todos la respetemos y para ello lo esencial es que los que pueden hacerlo no la prostituyan y los que la observan y auscultan no prejuzguen sus decisiones.

Tan vacuas y probablemente alejadas de la realidad serán las afirmaciones tajantes que estos días vamos a escuchar en un sentido y el contrario sobre "la sentencia del siglo", como lo han venido siendo durante el eterno proceso transcurrido hasta llegar a este momento. Como suele ocurrir, como la vida misma, ni la justicia es cándidamente pura, ni se puede rechazar que para quienes más denuncian algunos tratos desiguales, no fuera una desigualdad equivalente pero en sentido inverso lo único que aceptarían.

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