Es indudable la primera parte de la afirmación: sus 28 ó 29 días le han ganado el nombre, generalmente aceptado de "febrerillo, el corto"; dos o tres días de diferencia con el resto de los meses son suficientes para que pierda en la comparación y quede en diminutivo.

En una vida tan larga como la de quien va hacia los 87 son muchos los recuerdos que se agolpan en la mente; yo solo quiero traer aquí dos muy importantes: se dieron en mis primeros años de instituto y en el que fue último en la Enseñanza Media y primero en la Universitaria. Éste último es tan conocido de todos que no merece aquí más que citarse para que se avive también el recuerdo en todos los que vivieron aquel que hoy ya se conoce como el 23-F. En él vivimos una noche de inquietud y zozobra en toda España. Hasta los aeropuertos estaban alborotados por la prisa que tenían algunos líderes políticos en preparar su huida al extranjero.

El otro febrero, hito obligado en mi vida privada, tuvo lugar el año 1967 en la ciudad de Baeza, donde había llegado en octubre del 65 y enseñaba, además de la Filosofía que constaba en mi título refrendado por oposición, las asignaturas de Letras que me caían en suerte, comenzando por Latín.

Dormíamos tranquilamente en casa mi esposa, una amiga suya que vivía con nosotros y el que suscribe. Ya pasadas las doce de la noche, nos despertaron unos golpes en la puerta acompañados por toques de timbre. Al acercarme, para ver qué ocurría, oí la voz de Pedro Serrano, soltero aún, que vivía con sus padres en un primer piso. Nos avisaba de la necesidad de evacuar, porque el incendio producido en la Orujera amenazaba con saltar y extenderse a todo el pueblo. No había tiempo que perder. Entonces nos vestimos los tres y, repasando por los pisos, vimos que solo habitaban sin automóvil, en el segundo piso derecha, un sacerdote y la hermana que cuidaba de él. Recogí mi 600 y los cinco salimos por la carretera de Jaén. Nuestro destino fue el pequeño poblado que está junto al Guadalquivir, llamado El Puente del Obispo. Los habitantes de aquel diminuto poblado abrieron sus puertas y pusieron todas sus casas a disposición del personal que llegaba de Baeza. Aquel personal llenaba la carretera, en coche, en carros o caballerías y muchos a pie. El espectáculo era espantoso, porque cada cual habíamos cogido de nuestras casas lo que estimábamos más necesario y también lo que llegaba más a nuestra estimación en la vida diaria. Así, se veían personas con una silla a cuestas, una caja, un pequeño mueble? En una palabra: algo muy semejante -tal vez igual- a lo que podemos ver en películas de evacuación que nos proyectan en el cine.

Nosotros nos alojamos, porque salió a nuestro encuentro, en casa de una alumna del instituto que estudiaba en mi primero de Lengua (hoy vive en una calle de Baeza, casada y con nietos), hasta que, restablecido el orden por haberse extinguido el fuego, volvimos a nuestras casas, cada uno como pudo y con toda la calma que proporcionaba la situación.

No paró ahí la cosa en nuestra familia. Mi esposa, embarazada de unos meses, se puso enferma (tal vez a consecuencia del susto) y, después de haber conseguido una consulta en Madrid con diagnóstico totalmente equivocado, hubo de acudir en Baeza al competentísimo ginecólogo doctor Almonacid, quien, después de un reconocimiento y diagnóstico perfecto, decidió intervención rápida, que duró gran parte de la noche. Yo velé, acompañado por dos amigas, una de ellas compañera del instituto, durante toda la noche y a la mañana siguiente asistí a mi primera clase. Era tal mi cansancio que -es la única vez que me ha ocurrido en más de cuarenta años de docencia- me dormí en clase. Mis alumnas, las niñas de 3º que recibían clases de Latín, se comportaron maternalmente y guardaron silencio para que durmiera hasta que me despertó el timbre, al señalar el final de aquella clase. ¿Cómo no voy a querer hasta que dure mi vida, a mis alumnos de Baeza? Aún hoy, cuando nos encontramos en la calle, se me presentan como antiguos alumnos y con su familiar saludo (besos o choque de manos) me llevan al recuerdo de aquel y otros muchos ratos de nuestra feliz convivencia. Los veo cada día en la medalla de oro que a diario se ofrece a la vista en su caja abierta, sirviendo como casi único ornato a mi humilde despacho. Hoy, un día de febrero, recuerdo todo aquello y digo con entusiasmo: ¡Qué largo se me hizo aquel febrero, tan corto siempre en el calendario!