El sol y el agua del Duero van camino a Portugal. Desde un puente de Zamora nos recreamos en ver adonde van; sobre el río se refleja una sinfonía de colores que convierten las mansas aguas en espejo de la ciudad del Romancero.

El líquido elemento parece marchar al encuentro del astro rey para, juntos, emprender ruta que, a través de Los Arribes, les lleve al vecino país de la Lusitania y ambos lleguen a diluirse en el Atlántico haciendo reiterada inmersión, día y noche, desde hace miles de años.

A lo largo de sus 897 kilómetros el Duero recibe en sus aguas el calor del sol que da vida a la numerosa fauna piscícola que en él habita y , además, ese calor ayuda al mantenimiento de la flora que el río riega a su paso.

En la panorámica que se capta en la tarde de un día de febrero, comprobamos que las nubes bajan a sumergirse en río, posiblemente a cargarse de agua que no tardarán en soltar en copiosa lluvia formando el ciclo de mantenimiento del caudal que el Duero llevará continuamente al mar.

Muchos poetas han inspirado su lírica en el Duero a su paso por Zamora; este río es testigo de tantos hechos que han conformado la historia de la ciudad y, a veces, el propio río ha protagonizado históricos sucesos. El Duero, siempre portador de vida, a veces se ha convertido en colaborador de la muerte.

Gerardo Diego, junto a la orilla del río, hablaba en silencio con el continuo fluir de la corriente dedicándole estos preciosos versos: "Río Duero, río Duero/ nadie a acompañarte baja, / nadie se detiene a oír / tu eterna estrofa de agua... Y finaliza: "...Ya nadie quiere atender/ tu eterna estrofa olvidada, / sino los enamorados / que preguntan por sus almas/ y siembran en tus espumas / palabras de amor, palabras". Y entre medio un tratado filosófico sobre el amor, la soledad y la eternidad.