En la madrugada del viernes falleció Ángel Bariego. Cuenta la leyenda que los campos se estremecieron, que, bajo los surcos helados, la tierra gimió y que, en el barrio de San José Obrero, el rocío tenía forma de lágrimas tiernas. Y cuenta también que Claudio Rodríguez resucitó para recitar, en nombre de Zamora y de los zamoranos, algunos versos del primer poema de su "Don de la ebriedad". Los que dicen: "Si tú la luz te la has llevado toda,/ ¿cómo voy a esperar nada del alba?". Y el alba nos trajo tristeza, soledad y vacío, porque con Ángel se fue bastante más que una persona. Se fueron una época, una forma de afrontar la vida, un compromiso con la existencia y con los demás, un modelo de inconformismo y coherencia.

Encima de su féretro, en el tanatorio, había un pequeño collage de símbolos presidido por una foto de Ángel. En ella estaban su barba corta y canosa, su gorra visera, su sonrisa enigmática, casi de Gioconda con retranca y sabiduría de siglos, y, sobre todo, su mirada. Aquella mirada limpia, profunda, alegre, envolvente, arrulladora, que era un dechado de cercanía, de ofrecimiento, de invitación a la charla. Dicen los románticos que el primer beso no se da con la boca, sino con los ojos. Y en los ojos de Ángel Bariego había siempre caricias, llamadas a la amistad, puertas abiertas.

Vuelvo a Claudio Rodríguez: "Como si nunca hubiera sido mía,/dad al aire mi voz y que en el aire/sea de todos y la sepan todos/igual que una mañana o una tarde". Y uno siente el aliento poético del autor de "Alianza y condena" sobre la trayectoria vital de Bariego. Parece como si esos versos fuesen escritos para él, dedicados a él, inspirados en él y creados para su epitafio. Efectivamente, la voz de Ángel Bariego nunca fue exclusivamente suya. Salía de sus adentros, pero, ya en el aire, fue de todos. Y lo fue porque él lo quiso desde que entendió, y llevó a la práctica, que el común está muy por encima de lo individual, que la resignación y el silencio tienen que ser derrotados por la pelea en pro de un futuro mejor para todos, especialmente para los que menos tienen, para los desfavorecidos. Desde que entendió que la vida propia no tiene sentido si te aíslas de la sociedad.

Por eso no podía ser un simple cura de parroquia limitado a los deberes celestiales y a preparar almas para el Más Allá. Antes, existía un Más Acá con sus problemas, sus miserias, sus desigualdades, sus injusticias. No bastaba con rezar y darse golpes de pecho; había que remangarse y predicar con el ejemplo, reivindicar, denunciar, implicar a los ciudadanos en su propia defensa. Y de ahí sus sermones en San José Obrero y sus esfuerzos por hacer brotar el asociacionismo vecinal y el desarrollo comunitario y su carácter de abanderado en las movilizaciones del barrio y de la ciudad. Su paso por las zonas chabolistas de Madrid, su contacto con el padre Llanos y la madre Rosario, su retorno a una de las barriadas más deprimidas de Zamora le acentuaron un compromiso social que ya latía en sus raíces. "Lo que antes era exacto ahora no encuentra/ su sitio. No lo encuentra y es de día,/ y va volando como desde lejos/el manantial, que suena a luz perdida", escribió Claudio Rodríguez.

Ángel Bariego encontró su sitio entre las gentes que necesitaban mucho y que le necesitaban. Y acabó haciéndolo aquí, en Zamora, en una tierra con la que mantuvo una unión casi mística. La quiso con todas sus fuerzas, la sufrió, le dolieron tanto las discriminaciones y errores cometidos desde fuera como los daños, tal vez irreversibles, que Zamora se ha hecho, y se hace, a sí misma. Era una delicia conversar con él sobre agricultura y ganadería, sobre la necesidad del cooperativismo para romper caciquismos, tiranías de los intermediarios y conformismos, sobre costumbres, tradiciones, canciones, sobre el lenguaje campesino. (Recuerdo la admiración que le despertaban los versos de mi padre, un labrador que solo pasó por la escuela primaria, especialmente una carta en la que recoge, en quintillas, todos los aperos y oficios del campo). Mantuvo siempre una comunión sentimental con la tierra, con su tierra, con esta tierra. La respiraba, se fundía con ella en un simple rato de vendimia o recogiendo nueces o saboreando cualquier producto. Había en él bastante más que cariño al terruño, bastante más. Lo saben de sobra Leo, su mujer, y Patricio y María, sus hijos.

Ayer recibió sepultura en su Zamora. Y yo volví a Claudio Rodríguez: "Ahora necesito más que nunca/mirar al cielo. Y sin fe y sin nadie,/tras este seco mediodía, alzo/ los ojos. Y es la misma verdad de antes/aunque el testigo sea distinto".

Que la tierra te acoja como mereces, amigo.