Pocas cosas conmueven y sacuden a la opinión pública como el daño infligido de manera deliberada a niños y especialmente cuando se abordan hechos moralmente inaceptables como los abusos sexuales a menores, por el dolor irreparable que se produce aprovechándose de una situación de clara superioridad ante una víctima absolutamente desprotegida. Cuando sucesos de esa magnitud ocurren dentro de instituciones como la Iglesia católica y tienen como triste protagonista a uno de sus pastores más destacados, la indignación recorre la espina dorsal de la sociedad, que reacciona con una mezcla de estupor, indignación y asco.

Así puede resumirse el impacto, con resonancia nacional, de la exclusiva destapada hace ahora una semana por LA OPINIÓN-EL CORREO DE ZAMORA sobre el primer caso de pederastia documentado, reconocido y castigado en Castilla y León, acontecido en el seminario menor de La Bañeza. Un hecho especialmente doloroso para los feligreses de Tábara y su comarca, el destino del sacerdote José Manuel Ramos Gordón, cuya labor al frente de la delegación de patrimonio del Obispado de Astorga y, en particular, en la divulgación y el reconocimiento del Beato de Tábara y el Scriptorium medieval lo habían convertido en una persona doblemente apreciada como pastor y como hombre culto. Dos conceptos que chocan diametralmente con las acusaciones que la resolución episcopal, avalada por la Congregación para la Doctrina de la Fe, considera probadas y que el propio religioso ha reconocido.

Los casos de abuso sexual a menores en centros dependientes de la Iglesia católica se han conocido públicamente, sobre todo, durante los últimos diez años. Los de mayor resonancia hasta ahora, por lo numerosos, afectaban a diócesis de Estados Unidos y de Irlanda, entre otros países. El resultado, invariablemente, era el escándalo. No solo por la execrable acción cometida y el sufrimiento ocasionado, sino por la gestión de la misma llevada a cabo por los superiores del agresor, que habitualmente se enmarca en el ocultamiento de la verdad, lo cual solo contribuye a deteriorar, injustamente, a una institución que ampara la esperanza y la fe de millones de personas, integrada, en su mayoría, por religiosos y seglares que entregan su vida, en demasiadas ocasiones de forma literal, en defensa de los oprimidos, de los desfavorecidos y de las víctimas de la injusticia, además de compadecerse del prójimo que yerra en el camino.

Benedicto XVI ya escribió a los católicos de Irlanda en 2010 que "solo examinando cuidadosamente los elementos que dieron lugar" a la crisis habida en el seno de la iglesia irlandesa por los casos de pederastia, "es posible efectuar un diagnóstico claro de sus causas y encontrar remedios eficaces". E, incluía, entre esas causas, los "intentos desenfocados de evitar escándalos que llevaron a descuidar la dignidad de cada persona".

Y ahora el papa Francisco, a quien el protagonista de la triste historia destapada por este diario recurrió en último término, mantiene esa misma línea de abordar la verdad sin ocultamiento, con valentía y humildad. No es la primera vez, sin embargo, que esa labor de contar la realidad corresponde a la prensa, cumpliendo con su labor y ayudando en esa otra tarea de dar a conocer la verdad y, por tanto, a asumir la responsabilidad que corresponde a cada cual.

Tras ese primer escrito al papa Francisco y a instancias de la Santa Sede, es meritoria la actitud del obispo Juan Antonio Menéndez, una vez que la Congregación para la Doctrina de la Fe levantó la prescripción canónica que se aplica en los casos de pederastia en los que haya transcurrido más de 20 años, de llevar a cabo con celeridad el procedimiento que derivó en apartar a Ramos Gordón de sus tareas parroquiales. E igualmente debe reconocerse la decisión de abrir investigación por los presuntos abusos cometidos en el colegio diocesano Juan XXIII de Puebla de Sanabria a raíz de los nuevos testimonios que han salido a la luz.

Pero también es cierto que, en un primer momento, se adoptó un modo de actuar que resulta incompatible con los tiempos y con la propia esencia de las enseñanzas cristianas. El Derecho Canónico contempla castigos que pueden concluir en la expulsión del seno de la Iglesia del sacerdote autor de abusos sexuales y dispone, pues, de una amplia doctrina y experiencia como para haber evitado nuevos desgarros tanto en la víctima como a los feligreses que homenajearon sin saber, que participaron sin conocer, que su párroco de los últimos 26 años era, en realidad, un religioso incapacitado para administrar sacramentos y un hombre que podría ser condenado por los tribunales civiles si no fuera porque, también en este ámbito, los hechos están prescritos.

La injusticia con las víctimas de la pederastia se perpetúa asimismo en el mundo civil, puesto que las conductas pedófilas no son exclusivas de ningún sector y de ninguna institución. Los violadores de menores suelen quedar impunes porque las víctimas, presas del miedo, del desconcierto y de una vergüenza que en rigor debiera ser solo aplicable a sus verdugos, en muchas ocasiones o no lo cuentan o lo hacen cuando han pasado muchos años de sufrimiento, casi 30, en el caso de La Bañeza. Los psicólogos y expertos aseguran que el daño sufrido por las víctimas de pederastia se mantiene de por vida. No parece de justicia que ese mismo daño quede impune por mucho tiempo transcurrido desde el delito, pues el sufrimiento de los agredidos puede ser idéntico al del primer día.

Así lo reclaman las asociaciones erigidas en defensa de los derechos de los niños. Los crímenes de lesa humanidad nunca prescriben. Y qué mayor crimen que cercenar la inocencia y perturbar de forma indeleble el futuro de un ser humano valiéndose de la superioridad en fuerza y en autoridad, dejándolos, así, muertos en vida. Verdad, justicia y reparación para todos los casos de violencia contra menores, independientemente del ámbito donde se produzca son requisitos fundamentales en la lucha contra tan abominables delitos.