Los que escribimos de urbanismo y somos de edad avanzada tenemos la ventaja de contar con un estimable aliado como es la memoria particular que tenemos de la ciudad. Y lo es así por la labor selectiva que realiza al situar los acontecimientos en un continuo, en el que las huellas de formas y espacios de su trama urbana se convierten en marco de las trazas de cada persona implicada por su historia personal.

Si a esta conjunción de ciudad y persona le añadimos la asimilación de relatos o huellas exteriores en un espacio imaginario que contienen trazos de la ciudad que hemos conocido por ilustraciones o por relatos como el de "Las ciudades imaginarias", de Italo Calvino, en donde uno duda si el relato de tanta ciudad diversa no es en realidad sino el reflejo del mundo interior del viajero.

Cada ciudad visitada revela aspectos de la ciudad amada. Es una máquina multiforme, nacida en lo más interno de nuestra psique, con una gran actividad durante los primeros años de nuestra vida. Por haber vivido en una ciudad antigua revela paulatinamente datos que están ahí, semiocultos y faltos de justificación, que solo se entregan a la visión insistente de un niño. Por poner un ejemplo que nace de aquellos años juveniles, los contrafuertes de la iglesia de San Ildefonso en su callejón posterior, para mi, crío curioso, me parecía que eran una réplica auténtica de una calle de Jerusalén. Caigo en la cuenta de que, aparte de por motivos de trabajo, mi estancia en Jerusalén hace años, estuvo secretamente motivada por esa necesidad de comprobar que esa calle existía. Para mí era un trozo sacralizado de mi ciudad. Eso decían los doctores de la Iglesia, como la Ciudad de Dios. Otro motivo que me impresionaba en aquella época juvenil era la magnitud del pórtico renacentista de la Catedral. Para mí era un trozo transportado en un acto milagroso desde el propio Vaticano, y ello le confería un carácter único a este entorno y a actividades como las de Semana Santa.

Por eso cuando veo el abandono de este Vaticano nuestro me viene a la memoria el empeño del obispo de Roma y el arquitecto Bernini para cambiar ese entorno descuidado que tenía la Ciudad Eterna en el siglo XV. Seguramente he pretendido alimentar un sueño juvenil, pura ilusión, con obispos y arquitectos ilustrados de otros tiempos, que esta ciudad eterna nuestra, sometida a las duras leyes del mercado jamás se podrá permitir para siempre.

No todas las reliquias tenían la misma consideración, ahí teníamos el Sagrado Corazón del Cerro de los Ángeles, tiroteado y roto durante nuestra Guerra Civil, que lo tenía doña Benita P. en su capilla, y lo veíamos casi como algo curioso propio de la barbarie bélica, pero no como algo significativo para nuestra ciudad.

Esta pasada por nuestra infancia en la que se disparan en múltiples direcciones los argumentos que sustentan el armazón ideal de la ciudad, se amortiguan con la entrada en la madurez. Y llegamos a la situación actual, en que parece que la ciudad se ha alejado de nosotros, semioculta por los efectos urdidos para distraer a sus ciudadanos, apremiados por el tráfico y por las prisas, que parecen urgirles en llegar a su destino. ¿Y qué pasa, una vez alcanzados tan inmediatos objetivos? Una sensación de pérdida de la propia identidad.

Y así estamos ahora, carentes de un relato que podría haber facilitado la toma de decisiones que hubiesen dado un sentido al futuro de esta ciudad. Tenemos muchos datos sobre su evolución, pero no tenemos respuesta a esa pérdida de esas condiciones de lugar que nos daba la antigua ciudad y en detrimento de esa condición de persona. Hacemos un repaso de cómo se produce la evolución urbana de Zamora y la única coherencia sobre la que se ha basado se resume en datos de los objetivos especulativos urdidos por los operadores inmobiliarios.