El desasosiego me puede, llevo unas semanas dándole vueltas a un asunto que me asalta en cualquier momento: al entrar en clase, al salir de ella, en el café del recreo, esperando en el paso de cebra a que crucen los alumnos, comprando una hogaza de pan de Morales del Rey o cenando con la familia. Se trata de la tiránica y universal presencia de los teléfonos móviles. En el pasillo, frente al aula 08, encuentro a mi alumnado de Historia de la Filosofía y todos tienen un terminal entre las manos o miran el del compañero. Nos sentamos en nuestro círculo y aunque no hay esquinas en el mismo, alguna chica trata de esconderse, intenta camuflar su teléfono en el estuche de los bolígrafos. Pronto me doy cuenta y la miro en silencio, los demás integrantes del grupo hacen lo mismo. Pide disculpas azorada y lo guarda en la mochila. En otras clases pasa lo mismo aunque las normas se conozcan; una fuerza difícilmente explicable les empuja a consultar su móvil, aunque se expongan a una sanción.

El famoso juez de Menores de Granada, Emilio Calatayud, proponía hace unos días que la administración educativa prohíba los móviles en clase. Lo hacía como uno de los posibles remedios del acoso escolar. Combatir esta lacra es prioritario y se está comprobando que el ciberacoso en colegios e institutos es muy frecuente. Siendo este peligro muy importante y digno de justificar medidas muy estrictas que limitaran el uso del móvil en el entorno escolar, me parece aún más grave el deterioro que sufre la propia práctica docente como consecuencia de que el alumnado, en su totalidad, lleva encima su terminal de conexión universal, en línea permanente, con todas las redes abiertas y atentas a cualquier estúpida ocurrencia o mentira de un idiota acampado en la estepa de la República de Kazajistán. Este permanente estado de expectación es demoledor para el proceso educativo. Mina su atención, desplaza los centros de interés que los profesores intentamos crear en nuestro trabajo y sume a chicos y chicas en una especie de letargo de cincuenta minutos, hasta el cambio de clase, momento en que se asoman arrobados a la pantallita en busca de novedades, nuevas invitaciones de cualquiera de las redes o avisos imprevistos de sus grupos de WhatsApp. El trayecto hasta el aula de informática les lleva cinco minutos, se suele tardar dos, van chocándose por la escalera con otros que bajan haciendo lo mismo, mirando mensajes. Aprovechan para responder algunas invitaciones y cuando llegan a su destino la puerta está cerrada. Llaman y ante el enfado del profesor inventan una creíble excusa.

Estoy preocupado, la situación descrita va en aumento y la desconexión de nuestros jóvenes con el mundo que tienen ante sus narices es cada día mayor. El impacto en la gestión del aula es muy notorio y la influencia en su vida fuera de la misma, determinante. El estudio y las tareas que deben realizar en su casa se ve condicionado totalmente por la dependencia obsesiva que la mayoría tiene de lo que entra por su móvil. Me consta que muchos padres y madres tratan de controlar el uso que hacen del mismo. Casi ninguno lo consigue. Tengo más de cien alumnos en primero de bachillerato y la media de uso de su teléfono un día cualquiera es de tres horas y media. En fin de semana el doble. Creo que hemos llegado tarde, demasiado tarde si queremos controlar a los 16 años lo que no hicimos a los 10 ó 12. Parece que ya en Primaria muchos niños disponen del perturbador aparato. ¿Nadie avisó a los padres de los riesgos a que exponían a sus hijos? Cada día veo más claro que necesitamos ayuda en este campo. Los gobiernos informan de que fumar es malo para nuestra salud, que debemos beber con moderación y no conducir si lo hacemos, también nos han avisado de las consecuencias de consumir drogas, pero no conozco que se haya advertido de los riesgos que puede tener para niños y jóvenes, el uso obsesivo del teléfono móvil.

La semana pasada supimos del caso de una adolescente que recibe terapia para superar su adicción al WhatsApp. Llegó a permanecer 17 horas enganchada a esta aplicación de mensajería. Es un caso diagnosticado pero todos conocemos que es un problema que puede afectar a gran parte de nuestros jóvenes. Les he preguntado si en su colegio de Primaria o en el Instituto les han informado de cómo usar sus teléfonos, si les han enseñado a participar en las redes sociales y les han advertido de los riesgos que entrañan. Me dicen que no, que nunca. De sus padres y familias sabemos lo mismo.

No tengo su destreza en el manejo de Internet, redes y aplicaciones, pero intento mantener control sobre todas estas utilidades para que lo sigan siendo, que no se tornen obstáculos que obnubilen mi conciencia. Eso es lo que detecto en mis alumnos, mucha inconsciencia, actitudes de autómatas, irreflexivos, ensimismados y nada atentos al mundo que les rodea. No suelen emplear ningún tiempo en reflexionar sobre cómo enfrentar mejor sus problemas, los soslayan o buscan en Internet respuestas que no pueden encontrar más que dentro de sí mismos. Les digo que todavía están a tiempo de ser dueños de sus vida y nosotros, profesores y familias, somos responsable de hacerlo posible. Pues a trabajar.