N o voy a compararla yo con la fecha de la caída de Constantinopla o la de la Revolución Francesa, pero es posible que en los libros de Historia futuros -al igual que estos acontecimientos marcan el paso de la Edad Media a la Moderna y de ésta a la Contemporánea-, el 9 de enero de 2007 suponga un antes y un después. Por si no se acuerdan, ese día, del que anteayer se cumplieron diez años, Steve Jobs presentaba el primer iPhone convirtiendo los teléfonos móviles en mini ordenadores con los que poder navegar por internet, recibir correos y oír música. Lo de hablar era lo de menos.

Diez años después, millones de personas no sabríamos vivir sin nuestro aparatito con el que buscamos un restaurante, vemos cuánto va a tardar el autobús, hablamos con la mamá, le reenviamos a la familia el vídeo de la actuación de fin de curso de la nena, cotilleamos la página de Facebook del exnovio, nos informamos de la última "boutade" de Aznar, jugamos a Pokemon Go, vemos si ha marcado el Barça, nos enteramos del embarazo de la prima Nuria, hacemos las fotos del viaje a Roma, ponemos el horno desde el trabajo, vemos al peque en la guardería, aprendemos inglés o comprobamos cómo nos quedaría el corte de pelo Bob, solo por nombrar algunas de las miles de cosas que puede hacer el cacharrito este.

Recordaban anteayer en la tele que la presentación de aquel primer iPhone que puso las bases de todos los teléfonos inteligentes posteriores no estuvo exenta de polémica. Por ejemplo, Steve Ballmer, directivo de Microsoft, tuvo una metedura de pata histórica cuando auguró que el iPhone no tendría futuro. Diez años después, los smartphones, y en general las nuevas tecnologías, han cambiado la forma de comunicarnos, de trabajar, de informarnos o de divertirnos.

Otra cuestión es si esto es bueno o es malo. ¿Somos más felices? ¿Tenemos más calidad de vida? ¿Trabajamos mejor? Muchos de ustedes dirán que no. Yo, ¿qué quieren que les diga? Disponer de toda la información y conocimientos en el bolsillo es impagable y además, con los críos repartidos por el mundo, no puedo más que agradecer la facilidad con la que contacto con ellos si me entra un ataque de añoranza. Ante eso, estar más localizable, perder intimidad o sufrir una taquicardia si olvido el móvil en casa son minucias.