Alternativa a la democracia representativa, el populismo reivindica la democracia directa para eludir la responsabilidad de Gobierno).

Madrid se despertó el jueves con restricciones de tráfico. A primeras horas de la mañana, la Gran Vía estaba vacía, como en domingo. La alcaldesa, Manuela Carmena, prohibió la entrada a la almendra central a los coches con matrícula par. Se trataba de disminuir el alto contenido de gases contaminantes en el aire de la ciudad que ponen en riesgo la salud de los ciudadanos. Los partidos de la oposición se han apresurado a marcar distancias. El portavoz adjunto del PP, Henríquez de Luna, ha llegado a decir que se trataba de "medidas ideológicas", una alarma innecesaria que no consigue más que impedir la libre circulación, aseguró. Por su parte, la portavoz de Ciudadanos, Begoña Villacís, criticó que la política del Consistorio se fundamente en prohibiciones. "No estamos trabajando en serio un plan de calidad del aire, a largo plazo, con medidas con vocación de permanencia que atiendan el problema estructural de la contaminación de Madrid".

Da la sensación de que el equipo de Ahora Madrid que gobierna el Ayuntamiento desea que se note el trabajo que realizan, no vaya a ser que les critiquen por estar de brazos caídos cobrando un buen sueldo. Casi todos los días la portavoz municipal anuncia medidas que si no alarman, al menos generan polémica, forzando a los ciudadanos a posicionarse a favor o en contra. Es la nueva forma de hacer política del populismo, más allá de la democracia representativa que según Carmena está periclitada, mediante la votación de proyectos y la difusión de decisiones con intención de conmover las conciencias y convencer a los ciudadanos de que hay otra forma de gobernar. Se trata, por un lado, de entregar al pueblo lo que es del pueblo, es decir, la soberanía, dándole la opción de presentar y votar iniciativas a través de la web del Ayuntamiento, como el billete único de transporte público, el cobro del IBI a las iglesias o el diseño de la plaza de España. Y por otro, un desmesurado afán por difundir iniciativas con carga ideológica o propagandística para fidelizar al elector, como la negativa a poner el belén en el Ayuntamiento, la crítica a las trabas del Gobierno central para recibir refugiados, la peatonalización de la Gran Vía o la resistencia a aceptar la regla del gasto que impone el ministerio de Hacienda, que posicionan al equipo de Gobierno municipal frente a la Iglesia, la reacción y la derecha austerófila, responsable de cargar sobre las espaldas del pueblo los efectos de una crisis que no ha generado.

Desechada la representación por falaz, para el populismo la política se vuelve espectáculo y gesto, en la que el sentimentalismo y la fe se imponen a la cordura y la razón, relegando la participación ciudadana a asumir la responsabilidad, que le corresponde a las élites directivas, mediante el sentido del voto que estas deciden. La crisis del parlamentarismo del siglo XIX, considerado el mejor modelo para expresar la voluntad popular en las sociedades modernas, fue resuelta mediante la ficción representativa, al aunar esta la exigencia democrática de libertad con la inevitable distribución diferenciada del trabajo. Tras el redescubrimiento de la democracia directa por los movimientos populistas y las últimas experiencias realizadas en Europa, resulta pertinente preguntarse si la inmensa mayoría de los ciudadanos es capaz de distinguir lo que más le conviene respecto a la aprobación de complejos tratados internacionales, presupuestos estatales o planes urbanísticos para megalópolis.

Parece no ya demagogia, sino burdo engaño, pretender que el ciudadano de a pie tenga una idea ajustada y completa sobre decisiones con tantos ingredientes y variables, que solo conocen los expertos. Lo que quieren los ciudadanos es que aquellos a los que eligen para gobernar resuelvan los problemas comunes, gestionen con eficacia y honradez los recursos públicos y den cuenta de sus decisiones, no que les endosen la responsabilidad que a ellos compete.