Durante 2016 vimos a Corea del Norte detonar su primera arma nuclear de hidrógeno, contemplamos a la Organización Mundial de la Salud declarar una emergencia internacional por la propagación del virus del zika, conocimos los papeles de Panamá y observamos cómo el senado brasileño suspendía a la presidenta Dilma Rousseff de sus funciones. 2016 también sacó al Reino Unido de la Unión Europea, esclerotizó la guerra en Siria, impidió que Colombia aplaudiera un Plan de Paz, mantuvo a Mariano Rajoy en la Moncloa, galardonó a Bob Dylan con el Premio Nobel de Literatura, colocó al ecologista Alexander Van der Bellen como presidente en Austria y a Donald Trump en la Casa Blanca. Y todo ello sucedió ante nuestros ojos, en tiempo real, gracias a los medios de comunicación de masas y a las redes sociales.

Hoy la comunicación global es tan cotidiana que los periódicos, las radios, la televisión e Internet no tienen fronteras, dando cuenta (puntualmente) de todo lo que acontece en cualquier lugar del planeta, informando a la opinión pública.

Especialmente notable ha sido el desarrollo de la comunicación política, cada vez más profesionalizada y cada vez más importante para ganar (o para perder) campañas electorales y para gobernar. Política y medios de comunicación son (siempre lo han sido) un binomio indisociable en cualquier democracia.

Poco puede aventurarse sobre lo que veremos en el escenario político durante 2017. Sin embargo, aunque no es prudente ni conviene hacer cábalas sobre hechos sociales futuros, creo que pueden anticiparse, al menos, tres elementos que, casi con seguridad, observaremos durante el próximo año.

Primero, un aumento de la polarización partidista. De acuerdo al "Diccionario de Sociología" de Salvador Giner, Emilio Lamo de Espinosa y Cristóbal Torres, se denomina polarizada a "aquella situación en la que los individuos se hallan agrupados en torno a núcleos bien definidos y diferenciados entre sí". No obstante, tal y como ha precisado el politólogo José Fernández-Albertos, "el concepto de polarización partidista se usa para referirse a tres procesos diferentes, aunque complementarios entre sí: primero, a que las identidades partidistas de los votantes cada vez definen con mayor nitidez las posiciones políticas y el comportamiento electoral de estos votantes; segundo, que los representantes políticos de cada partido son cada vez más parecidos entre sí, y más diferentes de los del otro partido; y tercero, que la distancia ideológica entre los partidos es cada vez mayor". Pues bien, esos tres procesos parecen estar extendiéndose en todo Occidente, lo que obliga a los estrategas políticos a tener muy en cuenta las peligrosas consecuencias que puede llegar a tener este fenómeno.

El concepto de polarización no es nuevo, si bien está alcanzando mucha relevancia debido a la intensidad que está cobrando últimamente (dado el crecimiento de las desigualdades sociales en todo Occidente). Una situación que tiene consecuencias directas para la competición electoral, tal y como vimos durante las pasadas elecciones en Estados Unidos, donde, en materia de comunicación política, llegó a ser más importante movilizar a los votantes propios que tratar de convencer a los de enfrente (con un candidato republicano completamente radicalizado y con posiciones extremas en temas de alta sensibilidad tanto política, como económica y social).

En 2017 los expertos en comunicación política tendrán mucho que hacer (y mucho que decir) para evitar que esta insana polarización partidista siga creciendo y llevando la política más a las tripas que al corazón o a la cabeza.

Segundo, el auge del debate sobre la postverdad. Tal y como ha escrito recientemente el expresidente de la Asociación de Comunicación Política (ACOP), Luis Arroyo, "la política de la postverdad consiste en "descansar en afirmaciones que "se sienten como verdad", pero que no se asientan sobre hechos", según la definición del prestigioso semanario británico "The Economist" (pensando en Trump, por supuesto). Pero también cita a los miembros del Gobierno polaco que afirman que el presidente muerto en un accidente de avión en realidad fue asesinado por Rusia. O a los políticos turcos que siguen diciendo que el golpe de Estado reciente fue obra de la CIA. O a los partidarios del "brexit" que amenazaban con una invasión turca de la Unión Europea ante la inminente entrada de Turquía, o que afirmaban que el coste para Reino Unido de pertenecer a la unión era de casi 500 millones de euros a la semana, una cifra que ellos mismos luego desmintieron".

"The Economist" le dio el nombre "política de la postverdad", y la idea se ha difundido desde el bautizo por las salas de redacción y las mesas de los opinantes de todo el mundo. El hecho es que estamos inmersos en múltiples y confusas batallas entre dos fuerzas opuestas: la verdad demostrable con datos y hechos, y la falsedad, basada en rumores y en percepciones, tal y como ha precisado Katharine Viner en "The Guardian". La veracidad de los hechos está empezando a pasar a un segundo plano, y eso es letal para cualquier democracia. Un situación que se ve agravada en la era digital, dado lo fácil que es ahora publicar rápidamente información falsa que se comparte globalmente en cuestión de horas, creando movimientos y reacciones basadas en emociones producidas por hechos y "realidades" que puede que ni siquiera hayan ocurrido nunca. La verdad hay que lucharla. Una lucha en la que tanto periodistas como asesores políticos tienen muchas batallas que dar, por el bien de la calidad de nuestras democracias. El impacto de este término es de tal envergadura que los diccionarios de Oxford han declarado el término "postverdad" como concepto del año.

Y tercero, la emergencia de los líderes chamanes. En su libro "El retorno de los chamanes", el politólogo Víctor Lapuente sostiene que en política existen dos retóricas: la del chamán y la exploradora (que responden a dos maneras distintas de afrontar el análisis y las soluciones a cualquier problema colectivo). La retórica exploradora consiste en ir discutiendo propuestas políticas y comparándolas con la situación actual, con el "statu quo", con las alternativas factibles (resolver poco a poco los problemas de todos). En cambio, la visión del chamán trata de resolver de manera ideológica (y aparentemente sencilla) los problemas. Con la primera visión, las sociedades van progresando poquito a poquito, como las nórdicas, cuyo secreto del progreso son pequeñas reformas sobre políticas públicas concretas.

Con la crisis, con el fuerte aumento de las desigualdades sociales en Occidente, y con problemas ecológicos y medioambientales cada vez más evidentes y más acuciantes, los chamanes están retornando. Estamos volviendo a los discursos grandilocuentes y cada vez más ideologizados, llenos de conceptos abstractos, como, por ejemplo, eurofobia o capitalismo. Hablamos mucho sobre ellos, pero poco sobre políticas públicas específicas. En inglés existe esa distinción: 'politics' (que es la lucha por el poder) y 'policy' (que son las políticas que se pueden poner en marcha desde el poder). Los líderes chamanes han aprendido a utilizar eficazmente las herramientas de la comunicación política, lo que ha derivado en la emergencia de discursos populistas (en su sentido más demagógico). Tal vez los líderes exploradores deberían también aprender a manejar con igual pericia las técnicas de la comunicación política, imprescindibles para triunfar en cualquier contienda pública (tal y como hemos visto durante este año tanto en una como en otra orilla del océano Atlántico). Estos liderazgos son más explicativos que el manido término de "populismo", más difuso, definido por la Real Academia Española como la "tendencia política que pretende atraerse a las clases populares" (algo que, en principio, no parece ni positivo ni negativo).

En cualquier caso, la política seguirá siendo protagonista en 2017, el gran espacio de poder donde decidiremos el presente y el futuro que queremos para nuestras sociedades.

(*) Expresidente de la Asociación de Comunicación Política