La mejor prueba de que las diputaciones no sirven para nada es que solo las defienden sus beneficiarios. En particular, quienes ocupan sus presidencias. Políticos normalmente de tercera, por no haber cuarta, que se verían abocados a la nada si esos entes desaparecieran. Leo que Zamora acogió el otro día una reunión de representantes de diputaciones de toda España y que algunos, el de Salamanca en particular, defendieron con fiereza su derecho a seguir teniendo un gran despacho, coche oficial y lujosa moqueta bajo los pies. No lo tienen. Pagamos los de abajo; en este caso, pagan los pueblos todos esos lujos prescindibles a cambio de verse privados de los fondos que le vendrían mejor para sus necesidades más primarias. Y lo digo así de claro porque eso es lo que hay. Cuando defienden la existencia de las diputaciones no defienden a los pueblos, como sostienen ahuecando la voz; defienden solo sus increíbles privilegios. De lo contrario no tendrían que recurrir a argumentos tan endebles.

Ni siquiera sé por qué digo argumentos en plural cuando solo tienen uno: que sin las diputaciones los pueblos quedarían con muchas necesidades sin atender. Una afirmación que no se sostiene desde ningún punto de vista. Sin las diputaciones, lo poco del dinero de estas que llega a los pueblos llegaría igual por otra vía, no sé si más eficiente pero fijo que no menos: la comunidad autónoma. Todo lo que hoy hace una Diputación como la de Zamora, todos los servicios que presta, se podrían hacer y se podrían prestar igual desde la Delegación Territorial de la Junta. Igual o mejor, al integrar personal de ambas instituciones y evitar duplicidades. Las diputaciones tuvieron sin duda su momento histórico y su razón de ser. Desde la aparición de las autonomías son un lujo innecesario y que además suele funcionar fatal. Todo ello sin entrar, a mayores, en sus perversiones: enchufismo masivo, corruptelas y creación de redes clientelares (aquí, del PP; en Andalucía, del PSOE). No es verdad, por tanto, que la existencia de las diputaciones se fundamente en que son imprescindibles para el bienestar rural. Solo se fundamentan en que son extremadamente útiles para los partidos que las dominan, como agencias de colocación por arriba y por abajo. Y también como extraordinarios mecanismos de control electoral. Recuerden a cierto dirigente del PP de Zamora advirtiendo en campaña a su alcaldes:

-Miraremos los votos de cada pueblo, uno a uno, para ver dónde se ha trabajado bien y donde no. Y eso se tendrá en cuenta cuando vayáis a pedir obras o apoyo para vuestros pueblos.

Se mire por donde se mire, la existencia de las diputaciones tienen una defensa imposible en pleno siglo XXI. Fueron útiles en el XIX, al nacer, y cumplieron su función hasta el último tercio del XX. Desde entonces, desde que surgieron las comunidades autónomas, son un lastre carísimo que solo aporta a los pueblos más miseria y abandono aún. Por los fondos teóricamente destinados a ellos que jamás les llegan, ya que la mayor parte se va por el sumidero de su propio funcionamiento (personal, gastos corrientes o "pirámides" sin sentido como el Ramos Carrión). Por su politización en el peor de los sentidos: o eres de los míos o no verás cemento ni a la de tres. Y también por su carácter predemocrático, ya que los vecinos de los pueblos no eligen a quien preside la Diputación ni a sus diputados, lo cual explica de paso la mediocridad rampante de quienes suelen ocupar tales cargos y su escasa relación con la vida rural propiamente dicha.

Dejémoslo, por hoy, aquí.

(*) Secretario general de Podemos Zamora