Recientemente he tenido ocasión de ver y trabajar el documental "Comprar, tirar, comprar" de Cosima Dannoritzer. La investigación gira alrededor del concepto de "obsolescencia programada", la limitación intencionada de la vida útil de los bienes que consumimos por parte de sus fabricantes. Lejos de ser una teoría conspirativa o una idea nueva, los primeros datos se remontan al primer cuarto del siglo XX, cuando los grandes fabricantes de bombillas pactaron por escrito no fabricarlas con duración superior a mil horas, a pesar de que los avances permitían ya la producción de lámparas más avanzadas. Los bienes, como las impresoras, ya no se reparan; lo que sale más rentable es comprar uno nuevo.

Es indudable que el sistema económico actual se basa en la creación constante de necesidades nuevas, el consumismo es la base de la creación de empleo y, por tanto, del crecimiento, que se ha asumido como "mantra" y única vía de bienestar y felicidad. Y el lector se preguntará: ¿y qué tiene que ver esto con la temática que nos trae aquí? Pues bien, si la economía es uno de los grandes condicionantes de la vida del hombre actual, no parece descabellado que el cristiano se plantee cuál es o debería ser la perspectiva más acorde al evangelio. Uno de los economistas que participan en el documental se cuestiona si es ético desperdiciar los recursos y los conocimientos dados por Dios. Otro reflexiona en voz alta contrastando las imágenes de unos grandes almacenes, por un lado, y uno de los enormes vertederos tecnológicos de Ghana, por otro: "Quien crea que un crecimiento ilimitado es compatible con un planeta limitado o está loco o es economista".

Si creemos que la inmundicia creada por unos países en otros, la infrautilización interesada de los avances de la ciencia y la tecnología y el desgaste de los recursos naturales, no tienen nada que ver con el compromiso cristiano, quizás es momento de pararse y reflexionar.