La satisfacción de las demandas, de las necesidades, de los deseos, de las competencias, de las obligaciones que todos debemos de atender para lograr el bienestar general exige que empleemos todas nuestras capacidades, saberes, esfuerzos y buena voluntad, afán de superación, sentido del deber, trabajar en equipo, fidelidad, conocimientos profesionales actualizados, respeto y valoración a compañeros, superiores y colaboradores, etc., etc., etc.

Todo lo cual es más exigible, si cabe, cuando las tareas se desarrollan en el ámbito laboral, público o político; pues quienes las tienen que ejecutar las asumen voluntariamente y están estupendamente retribuidos monetaria y no monetariamente también; y además, sus destinatarios pagan precios y tributos por la adquisición de bienes, servicios y prestaciones públicas que han de facilitarles.

Para hacer las cosas bien, para ejercer la profesión y el cargo público con un mínimo de dignidad y respeto a sí mismos y a los demás, es inexcusable disponer de un espíritu de aprendizaje permanente respecto a las materias relacionadas con las actividades a desarrollar, para procurar alcanzar, también, un mínimo de eficacia y eficiencia.

Para lograrlo se precisa de un buen gestor, que ha de tener el talento que reclaman empresas y en menor medida las Administraciones Públicas, que tendrá un buen proyecto de planificación y gestión, que sepa configurar un equipo con los mejores, que solucione la problemática de clientes y ciudadanos; que impulse, verifique, controle y haga un exhaustivo seguimiento de las actividades; que promueva la mejora continua; y que sepa, con celeridad, resolver las incidencias que puedan surgir en la ejecución de las estrategias y tácticas del correspondiente plan de actuaciones.

La calidad de empresas y Administraciones Públicas y, por lo tanto la justificación de su existencia ante la sociedad, depende, a su vez, de la calidad humana de sus componentes; para lo que el conocimiento y la rectitud de intenciones son indispensables.

Marcelino Corcho Bragado