El reciente programa de televisión sobre la política interna de Mercadona podría sembrar alguna duda sobre si su modelo de recursos humanos es el más acertado o no. Y utilizo un verbo en condicional porque las opiniones, obviamente, son libres. Eso es incuestionable. No se trata, por tanto, de poner en tela de juicio el enfoque del programa presentado por el incisivo Jordi Évole, sino de esgrimir, a propósito de las divergentes conclusiones que ha suscitado el mismo, una lanza a favor del empresariado español en general y de los máximos directivos de Mercadona, en particular. Y lo hago con conocimiento de causa, tras haber abundado en lo que representa esta cadena de supermercados en esta tierra y después de compilar no pocas opiniones entre sus propios empleados, a quienes muchos, por desgracia, quisieran emular.

Al margen de los datos macroeconómicos que ratifican el liderazgo de la firma valenciana, hay otros argumentos de peso que suponen toda una carta de presentación a favor del modelo instaurado por esta compañía con 76.000 personas de plantilla. Su política salarial y de conciliación laboral es envidiable en un país donde uno de cada tres trabajadores no supera el salario mínimo (645 euros al mes), cuando el sueldo medio de un empleado de Mercadona es de 1.728 euros mensuales. A ello se suma su visión del mercado, que le ha llevado a crecer incluso en los años peores de la crisis, gracias a una gestión competitiva y sin el paraguas del apoyo político. Sin olvidar su modelo de calidad, uno de los más valorados por el consumidor, merced también a la contrastada eficiencia de sus interproveedores.

Como en muchos órdenes de la vida, no todo será perfecto. Pero el grado de exigencia de Mercadona no debería confundirse con explotación o una especie de seguidismo castrense. Lo innegable es que los empresarios de éxito, como es el caso de Juan Roig, se la juegan cada día y no solo en términos económicos, sino en aspectos de imagen y reputación. Y es aquí donde quizá no seamos del todo justos a la hora de digerir el éxito ajeno y pequemos de una innecesaria frivolidad.