Claro que molaba allá por los años 40, unos chiquillos que ni nos habíamos enterado de las penalidades de la guerra, y de lo que seguía sucediendo a nuestras espaldas. Porque en el molón parque se entraba en una nube que hacía verlo todo con los colores de la primavera, y allí los mayores es que parecían atontados, sin ojos capaces de seguir nuestras correrías, así que la paz y la guerra de la tropa infantil nadie iba a ser capaz de alterarla. Era un espacio preparado para aislarte de cualquier mirada extraña o de la denuncia de los mayores siempre tan prestos para castigar. El parque se componía de diversos parajes, que se diferenciaban por el grado de control que la ciudad tenía sobre ellos. Unos altos setos de boj configuraban recoletas plazoletas, sin bancos para no dar facilidades a las parejas o bien podíamos desaparecer sumergidos en las profundidades del foso pegado al Castillo.

Y en caso de que las cosas se pusiesen serias, escapábamos por el Portillo de la Traición a los escarpes exteriores de la muralla en donde nadie nos iba a perseguir. Entre aquella maleza, la vista alcanzaba el arbolado de Valorio. Nosotros, aguerridos señores de la muralla, estábamos pendientes de los invasores que podían venir desde San Lázaro, atravesando la Puerta de la Feria. Ya avisábamos de quienes éramos, y preparábamos hogueras con los arbustos secos que cogíamos y la nube de humo que se elevaba por encima del arrimo de la muralla nos encendía más los impulsos guerreros. Recogíamos cicuta, solo por el gusto de tener el veneno en nuestras manos, y cazábamos lagartos y culebras que, atadas a un palo, íbamos a asar al parque de San Martín, todos apiñados como en un aquelarre. Estábamos tranquilos porque en la pandilla estaban los hijos del jefe de los carabineros y el de los serenos y encima el jefe de los carabineros, que tenía su cuartel allí mismo, nos daba una vuelta en su moto con sidecar.

Todas estas operaciones que podríamos denominar terrestres se completaba con otras de mayores vuelos, no porque pilotásemos aviones u otra máquina análoga, sino por cómo accedíamos a un sitio vedado para cualquier mortal como era la torre de la catedral, en donde los hijos del campanero nos permitían subir a la torre y sentir la emoción grandiosa que da la visión sobre el panorama de la ciudad desde gran altura. Los pájaros salían huyendo como asustados con sus chillidos ante los intrusos y nosotros extasiados, con la toda la ciudad a nuestros pies y el río de plata yendo a perderse contra el cobijo de los puentes metálicos. Allí, prendida nuestra mirada sobre el abrupto caserío, buscábamos las líneas que situaban, como en un mapa, plazas y calles tan entrañables, con las torres de San Vicente y La Horta pegada a su alta chimenea echando un humo alcohólico que seguramente es el que daba brillo al espejo de las aguas.

El Puente de Piedra nos advertía que al otro lado del río se encontraba encadenado un apéndice de ciudad, con su iglesia de San Frontis. Los vencejos, cada vez más protestones, volaban rozando los recios muros de la torre con sus estridentes chillidos y se lanzaban en picado para frenar abajo en su caída y volver a remontar como en un alarde de divismo escénico. Nadie quería bajar de la torre, pero ahí estaba el campanero padre llamando al orden, que ya sabíamos que tenía un genio que nos podía poner en un aprieto. Esto lo comprobamos en un día del Corpus, en que durante la procesión se puso a tocar las campanas de la torre, puesto en cuclillas, cada mano agarrada al badajo de su campana, empezó a sacudirlos con un arrebato que nos atronaba, moviéndose como un poseso tocado por una locura frenética que proclamaba como a voz en grito al pueblo apiñado a nuestros pies, a entonar un himno, una aleluya que se nos ha quedado pegada en nuestros tímpanos para siempre. Y esto, ¿a cuento de qué viene? Pues nada menos que a demostrar la suficiencia que antaño tenía el parque, y que como bien decía su nombre no podía por menos de molarnos más y más. Y eso con la época que vivía el país. Pero también para poner de manifiesto esa enfermedad que se ha abatido sobre todo este entorno, que hace que esté lejos de nuestro reconocimiento. Ahí están los recuerdos prestos para saltar, pero no nos devuelven la vida tan intensa que nos traspasó. Ya no hay ni canónigos a vueltas con su breviario, ni novios buscando el raro arrimo, ni el campanero señor de los espacios, con su corte de golondrinas y vencejos, ni las tandas de estudiantes del Castillo, unos alborotadores que no parecían hacernos caso a los que éramos los verdaderos señores del parque. Y lo que le pasaba al parque, se puede trasladar a todo el entorno de la Catedral. Un vaciamiento de actividades que han convertido la zona en un preludio de las afueras de una ciudad. Como no se reconoce la singularidad de la zona, se la grava con unas prospecciones arqueológicas, que han eliminado actividades cruciales para renovar el actual entorno mortecino. O se apela al alarde de un edificio cristalino para alojar una entidad política, pero que envuelto en un muro, a modo de bufanda, lo proteja del ambiente enrarecido de la ciudad. ¿O es al contrario? Para proteger a una ciudad antigua que no puede soportar los nuevos aires de la modernidad.

Y como nada se ha previsto, pues se deja que la ciudad funcione dentro de la normativa general del Plan, con el objeto de buscar la rentabilidad como en el resto de la ciudad: viviendas donde había conventos. Era el momento de organizar todos estos espacios para darles el tono de solemnidad apropiado para el entorno del monumento.

Luego vendrán las quejas de que no hay terrenos para los museos de Lobo, de la Semana Santa, de los tesoros de la Catedral. Y casi todo ello se conseguiría con un planeamiento especial, que por fin reconozca la singularidad de este entorno. Ojalá no se haga realidad esta especie de barriada periférica, propia de las afueras de una no-ciudad, a la que nos conduce la actual política urbanística que se está aplicando.