Ha pasado casi una semana desde la inesperada (o no tanto) victoria de Donald Trump en las elecciones norteamericanas y gran parte del mundo aún contiene la respiración y se pregunta, además de cómo ha sido posible, qué va a pasar ahora. ¿Cumplirá el magnate del peluquín naranja sus altisonantes y excéntricas promesas de construir un muro en la frontera mexicana, de deportar a los once millones de emigrantes sin papeles, de vetar la entrada a cualquier musulmán, de revisar o anular acuerdos comerciales, de cargarse las partidas contra el cambio climático, el mantenimiento de la OTAN, la ONU, etcétera, etcétera?

En su primer discurso, Trump pareció caminar por otros derroteros, lo que equivale a decir que, hasta en los USA, una cosa es predicar y otra dar trigo. Aquellas palabras en la mañana española del miércoles fueron casi una llamada al diálogo y a la pacificación del belicoso clima que había presidido la campaña y del que él, el señor de los insultos y los exabruptos, fue el principal responsable y destacado protagonista. Hasta tuvo alguna frase cariñosa para Hillary Clinton, a la que horas antes quería meter en la cárcel. Ya se sabe que los éxitos suavizan el carácter e invitan a la sensatez y a la dulzura, mientras que, en las derrotas, cabe recordar el verso de Garcilaso de la Vega: "Cuán pesa la espada en las manos del vencido". Y uno, ingenuo de mí, llegó a pensar que, también por allí, por Nueva York y esos lares, reinaba aquello que popularizó Enrique Tierno Galván, pero que siguen a rajatabla casi todos los gobernantes: "Las promesas electorales están hechas para no cumplirse". O sea, que no era para tanto, que una cosa son las soflamas incendiarias de los mítines y la carnaza que hay que echar a los incondicionales y otra muy distinta lo que se puede (y se debe) hacer cuando se alcanza el Poder y se tienen en las manos sus resortes. Esa fue la conclusión inicial tras escuchar el discurso del ganador. Un suspiro de alivio.

Sin embargo, dos o tres días después las cosas ya pintan más oscuras, especialmente tras conocerse los primeros nombramientos de míster Trump. Como no soy un experto en la política estadounidense ni en las características de sus líderes, he procurado orientarme por las valoraciones de los entendidos, por las opiniones de periodistas que han estado allí, o están, como corresponsales, de economistas, de profesores españoles en universidades norteamericanas, etc, etc. Y casi todos coinciden en que Trump ha empezado ya a enseñar la patita, que ha optado (y está en su derecho) por gentes del núcleo duro, por tipos, de momento todos hombres, cuya personalidad, trayectoria y mensajes no parecen los más idóneos para apaciguar los ánimos y lograr el acercamiento y la reconciliación de las dos Américas, tan distintas, tan alejadas, que han revelado (o confirmado) las urnas. El alivio empieza a tornarse en pesimismo o en malos augurios.

Si Trump hace lo que ha dicho, el mundo va a ser menos seguro, más intolerante, más cerrado. Hay que imaginarse a este hombre manejando o teniendo en sus manos el maletín nuclear y los códigos que pueden llevar a una hecatombe de la humanidad. En cierta ocasión, le preguntaron a Albert Einstein cuál sería el arma de las cuarta guerra mundial. Y contestó: "La piedra y la honda". No conviene ponerse trágicos, pero, aunque solo fuera por esta premonición de semejante sabio, hay que evitar a toda costa que llegue la tercera guerra, la de, según Einstein, la destrucción total, la de la vuelta a la Prehistoria.

Y parece que Trump, Putin, Le Pen, los ultras de varios países europeos, los islamistas, las radicales israelitas y los fanáticos de toda laya y condición caminan en dirección contraria, que son partidarios de tensar la cuerda, de levantar muros en vez de tender puentes, de ver enemigos por todos los lados, de un proteccionismo feroz que acaba conduciendo a guerras comerciales y al empobrecimiento del vecino más débil?

Ese es el gran peligro de los posibles movimientos futuros de Trump y de quienes piensan como él. ¿Con esas políticas nacionalistas a ultranza se van a corregir los defectos de una globalización y de un liberalismo voraz a los que, precisamente, se han apuntado los que ahora sacan rédito político de esos daños económicos?, ¿quienes han votado a Trump desesperados por su situación y porque creen que el sistema les ha marginado confían en que un multimillonario que se jacta de no pagar impuestos y de despedir sin escrúpulos les va a arreglar el problema? El tiempo nos lo dirá de balde. O no tan de balde, porque en este envite nos jugamos todos mucho: el porvenir.