La nieve ya ha llegado a los picos de Guadarrama y las bayas rojas adornan las espinosas hojas de los acebos. Un viento frío baja de la sierra, entra por el Parque del Oeste y barre Bailén hasta el Viaducto con gélido aroma. Ya cambiamos la ropa de los armarios y elevado el cuello del tres cuartos para salir a la calle, porque el otoño ardiente que anunciaba la crónica de los tribunales se está quedando en despojo amortizado con las noticias que llegan de ultramar.

En Ferraz, la gestora socialista debate las sanciones que debe aplicar a los 15 parlamentarios que rompieron la disciplina de voto en la investidura. Dicen los díscolos que lo hicieron por "conciencia y ética política" y que su voto negativo no solo no ha perjudicado al PSOE, ni impedido la gobernabilidad de España, sino que ha reforzado la democracia representativa y realzado "el pluralismo de posiciones" dentro del partido. La Gestora que surgió del Comité Federal para enmendar sofismas y coser jirones, deberá requisar puñales y dagas, y programar unos cursillos rápidos de propedéutica y ética políticas, para que rebeldes y adictos aprendan conceptos básicos como responsabilidad, coherencia, conciencia, compromiso, dignidad y lealtad.

El arte de la política no es de fácil aprendizaje. Lo hemos visto por los crasos errores que nuestros políticos -muchos de ellos veteranos-, han escenificado durante este año perdido. Hay que saber valorar perjuicios y beneficios, distinguir anécdotas de categorías, decantar antipatías y afectos, procurar alianzas y dependencias, y proyectar al futuro las consecuencias de acciones y omisiones. El empeño socialista del no a Rajoy como estrategia ignoró todas estas consideraciones, y el resultado lo hemos visto: la quiebra del PSOE y su hundimiento electoral. Dice Gracián que "no se ha de negar de rondón las cosas; ni se ha de negar del todo, que sería desahuciar la dependencia", y añade Green: "la necesidad que tienen los demás de nosotros nos hace libres".

Antonio Hernando, que acompañó a Sánchez en su delirio, admite ahora su error: "Me excedí a la hora de justificar el no apelando a la ideología y a la ética", dijo en su comparecencia ante la prensa, reconociendo que la abstención reafirmaba el poder socialista. Sin embargo, a continuación anunció que su grupo parlamentario rechazará los presupuestos del Gobierno, aunque los desconoce. "Va a ser imposible que los apoyemos porque serán continuistas y antisociales", aseguró, sin importarle los perjuicios que tal apriorismo pueda causar al país y a su propio partido.

No es difícil adivinar las parcas razones de esta reincidencia en el no suprematista. Por un lado, la nueva dirección debe ganar a esa militancia que aún no ha entendido la parte del no que debía rechazar y que repudia cualquier colaboración con la derecha. Por otro, el temor al avance del populismo, que advierten las encuestas y confirman los resultados electorales en EE UU, ofrece la luminosa tentación de evitar a toda costa la menor sospecha de connivencia con el poder. Con un no a todo creen asegurar la pureza ética y la independencia.

En este principio de siglo corren aires de simpleza, procacidad y rebeldía antisistema. Muchos ciudadanos están hartos del cinismo político y de que los gobernantes nunca atiendan sus necesidades y expectativas, camuflando su necedad o desfalco tras eufemismos y mixtificaciones. Y en este caldo de cultivo han medrado los demagogos con sus respuestas simples a problemas complejos y su habilidad para seducir a las masas con su rutilante desfachatez y brillo mediático. Donald Trump ha conquistado la presidencia de EE UU con un discurso xenófobo, machista y antisistema, que incita al odio, denuncia el fraude representativo y reclama el Gobierno de la gente frente a la casta del "establishment". Marine Le Pen se ha apresurado a felicitarlo, reseñando la condición "libre" del pueblo americano, y con la misma rapidez lo han hecho Nigel Farage, el impulsor del "brexit", y Gert Wilders, el líder xenófobo holandés. Los tres comparten con Trump la crítica de sus respectivos sistemas políticos y la incitación al odio; los tres también hablan de ganar el poder para la gente, reivindicar las raíces, restringir la emigración y volver al proteccionismo. En nuestro país también escuchamos esas voces antisistema, rencorosas, localistas y antiglobalización, aunque no abreven en la xenofobia ni el machismo. Ni Podemos ni los independentistas quieren reformar el sistema, sino romperlo, para acabar con la casta y que gobierne la gente -es decir, ellos-, pues el pueblo es el soberano y ellos sus genuinos representantes.

Ante las claras deficiencias de nuestras Democracia representativa, algunos hemos tratado de alertar de los riesgos de ruptura y de la urgente necesidad de su reforma -permítaseme la cita: "Nuestra Democracia", Unión Editorial, 2008-. ¿Será necesario otro año de prórroga para que los socialistas entiendan que los demonios del populismo no se ahuyentan con la negativa a participar en el poder o mediante la enfática denuncia de sus desmanes? El necesario apoyo a los presupuestos permitiría al PSOE imponer sus condiciones, le reforzaría en la oposición y mostraría la frágil dependencia del Gobierno.