Tras el seísmo político que ha supuesto a nivel mundial la victoria electoral de Trump, que no era tan imprevisible, ni mucho menos, pese a las encuestas, parece que las aguas no han tardado tanto en irse remansando, aunque tarden aun en volver a su cauce. Puede que a los Estados Unidos les vaya bien una pasada por la derecha más conservadora tras los ocho años de gestos de Obama, que poco aportó al país salvo su buena voluntad y que deja una herencia llena de dificultades, desigualdades e injusticias económicas y sociales. Reacciones normales, pues, pese a la pataleta rencorosa y prevista de la izquierda internacional que ha disparado contra el ya presidente electo de la nación más poderosa toda clase de insultos y ofensas, con vaticinios catastróficos en el orden y la seguridad mundial. Hasta en algunas de las principales ciudades norteamericanas se echaron a la calle de inmediato a protestar contra Trump, quien había asegurado tras conocer su triunfo que sería el presidente de todos los estadounidenses.

En los ámbitos oficiales del poder, más pragmáticos, las reacciones fueron enseguida distintas, y unas horas después de la caída, las bolsas se estabilizaban a valores normales o más, y los jefes de Estado y Gobierno de todo el mundo felicitaban al ganador. La Comisión Europea ya le ha invitado a viajar a Bruselas para planes conjuntos de actuación. El mismo Trump era, nada mas conocerse el resultado, o así se mostraba, mucho más moderado y conciliador que lo había sido como candidato. Quiérase o no, su triunfo se sustenta en los votos de un electorado que mayoritariamente solo veía en la señora Clinton mas de lo mismo, más del humo ciega tus ojos de Obama, por mucho que satisficiera las pretensiones del progresismo acomodado. Ha contado con el voto urbano, pero Trump ha tenido el apoyo incondicional de la América profunda y olvidada, la América rural y ferozmente conservadora, deprimida y con deseos de cambio total y de retorno a los valores tradicionales de su país, los que hicieron posible el gran sueño americano, aunque no sea más que una quimera utilizada como señuelo populista y nacionalista.

De eso, de populismo, se lo acusa, especialmente, a quien ocupará la Casa Blanca a partir de enero. En España, hasta Rivera, el de Ciudadanos, aprovechó la ocasión, en Internet, para lanzar otra puya a Iglesias, renegando de los populismos tanto en la izquierda como en la derecha, lo que ha servido al de Podemos para devolverle el insulto: capullo, gilipollas, recibido en la investidura de Rajoy. Tampoco se entiende tanto entre demócratas de verdad ese largo uso del populismo como un concepto negativo y reprobable, pues el populismo no es otra cosa que el gobierno del pueblo y para el pueblo. Claro que son muchos los que prefieren el gobierno de las oligarquías, de las élites, de las familias económicas o políticas. En ese sentido ha recurrido Trump al populismo, despreciando por contra el sentir de las clases favorecidas, entre las que se encuentra por sus muchos millones de dólares. Su campaña, pese al racismo, ha estado llena también de concesiones directas a los mas necesitados, como rebajar los impuestos. Ha ganado y abre una nueva era. Lo honrado y democrático es concederle un margen de confianza.