Es como una maldición. Poblaciones enteras, a lo largo de la Historia, han sido exterminadas por gente de más allá de sus fronteras y siempre con igual ritual de sangre y fuego. Aldeas quemadas, hombres acuchillados, mujeres forzadas y corrientes migratorias huyendo del horror. Después, una relativa tranquilidad hasta la llegada de nuevas invasiones que, a su vez, acabarán con los intrusos y formarán otros imperios con sus correspondientes ocasos. Y es que, desde que hay memoria los pueblos se invadieron.

Ocurrió en la segunda mitad del siglo IV. Una ingente masa de hombres, mujeres y niños llega al Danubio. Son godos que huyen de Atila y buscan refugio dentro de las fronteras romanas. Por fortuna para ellos, Roma ya no era lo que había sido y sobrepasan sin dificultad las endebles defensas. Comenzaba el fin del imperio.

Una vez dentro, comprobaron que aquello no era el paraíso. Los tribunos romanos se servían de sus cargos para enriquecerse, el Senado estaba corrompido, las instituciones no funcionaban y la justicia, en mano de leguleyos, había derivado en una farsa. Plebeyos y esclavos pordioseaban en torno a fantásticas quintas mientras los patricios vivían una continua bacanal preocupados, tan solo, de la producción de sus viñedos y el pliegue de sus togas. La miseria que creían haber dejado atrás salpicaba a todos los estamentos y estaba tan generalizada que alcanzaba a sus propios dioses.

El desencanto fue inmediato. La euforia que los había llevado a recorrer miles de kilómetros en condiciones lamentables se transformó en frustración y así, poco después de cruzar el Danubio, aquellos "bárbaros" que llegaban buscando asilo se organizan y destrozan a las legiones romanas en Adrianápolis. Décadas más tarde, sus nietos acabarían con Rómulo Augústulo, último emperador romano de occidente.

La situación parece repetirse; al menos, es inevitable compararla con aquella por cuanto ambas tienen de común. Es como si nos encontráramos en el punto en que aquellos imperios fueron invadidos. La dificultad con la que se encuentra hoy Europa, esa forma de pensamiento enraizada en la Biblia y el Corán, son los millones de personas que llegan a sus fronteras huyendo de la desesperación. Lo hacen en oleadas, como antaño, y anegan los caminos.

Sucede que han caído los jerarcas "bárbaros" de algunos estados cercanos. Durante un tiempo, ejercieron de carceleros sin que sus atrocidades nos supusieran el más mínimo sonrojo. Todos eran unos impresentables, pero los sentábamos a nuestra mesa porque nos interesaba tenerlos contentos. Ahora, sin ellos, las fronteras están desbordadas.

El problema radica en que esa amalgama de idiomas, religiones y culturas narrada, a golpe de maza, por anónimos canteros en colosal relato, que cuenta con sencillos pergaminos como piedras angulares (los iluminados por Magius en el monasterio de San Salvador de Tábara con plasticidad asombrosa próximo ya el año mil, son un buen ejemplo), y que se yergue, altiva, sobre la suficiencia económica y la estabilidad política, hoy está desorientada.

Sí, porque, de unos años acá, esa realidad capaz de levantar catedrales y descubrir continentes, que alumbró la democracia y posibilitó la imprenta, que parió la Ilustración y la Revolución francesa, que vio nacer a Dante, Galileo, Santa Teresa, Martín Lutero o Cervantes, y que se gestó a lo largo de los siglos, desde Homero a Miguel Ángel pasando por Al- Ándalus, no tiene sitio para todos sin que, antes, algo cambie.

Esa es la cuestión. La imposibilidad de simultanear la atención a quienes desbordan sus fronteras con la pretensión de que siga intacta nuestra cómoda forma de vida. Europa, el imperio de nuevo, en la encrucijada.