Los ciudadanos somos muy propensos a dar por buenas algunas acciones sociales que, conforme pasa el tiempo, pueden llegar a convertirse en tópicos o estereotipos de un grupo, una organización o incluso de una provincia, una región o un país. En el caso del mundo rural, las ideas preconcebidas son numerosas. Por ejemplo, hasta no hace mucho tiempo, el diccionario de la Real Academia Española ha descrito a los rurales con adjetivos poco cariñosos: incultos, toscos, apegados a cosas lugareñas. Es verdad que en la consulta virtual ahora ya definen lo rural con palabras menos hirientes: "perteneciente o relativo a la vida en el campo y a sus labores", lo cual es de agradecer. No obstante, los tópicos sobre quienes viven, sueñan y trabajan en las zonas rurales siguen siendo numerosos. El referido a la conformidad, la pasividad y la escasa conciencia reivindicativa es uno de ellos. Ahora bien, ¿realmente es así?

Mi hipótesis de trabajo es que los habitantes del medio rural se enervan tanto o más que otros. Y a las pruebas me remito: cuando ha habido que protestar porque en una comarca se han desmantelado recursos médicos, educativos o de otro tipo, la gente ha salido a la calle; cuando en una zona, como en Los Arribes del Duero, se han promovido proyectos relacionados con la instalación de cementerios nucleares, la gente ha manifestado su enfado de múltiples formas; cuando la fauna salvaje campa a sus anchas por montes, pueblos y carreteras, con los problemas en las haciendas y, de modo muy especial, en cuanto a víctimas mortales, la gente ha expresado su malestar tras una pancarta, como recientemente ha sucedido en Tábara; o cuando, como en la sierra de Ávila, los vecinos e incluso los no residentes con raíces familiares en los pueblos de la zona no comparten el proyecto de una mina a cielo abierto, la gente muestra su fastidio a través de plataformas, carteles y otros medios de acción colectiva.

Por consiguiente, no es cierto que los habitantes de las zonas rurales compartan un estilo de vida eminentemente callado y que apenas manifiesten públicamente su enojo cuando las piedras llueven sobre sus espaldas. Los ciudadanos que residen en pequeñas localidades o que, sin residir en ellas, sienten el territorio con verdadera pasión solo necesitan un detonante para expresar su irritación. Que no siempre la canalicen de manera visible, con ruidos y alharacas, o como en otros lugares, digamos más urbanos, no significa que ese malestar no exista y que el supuesto silencio, que no es tal, conlleve tragar con todo lo que les echen. En todo caso, como le comentaba el otro día a un buen colega y profesional del desarrollo rural, creo que faltan estudios específicos sobre los nuevos conflictos sociales relacionados con los procesos económicos, sociales y políticos emergentes en las zonas rurales. Todo un reto para quienes dedicamos gran parte de nuestro tiempo al estudio de estos menesteres.