Tras una investidura fallida del ya exsecretario y exdiputado del PSOE Pedro Sánchez, una nueva convocatoria electoral y casi un año de gobierno en funciones del ahora presidente del gobierno Mariano Rajoy, tiempo en el que no se ha mencionado la educación en general ni la Lomce en particular ni una sola vez, y ello pese a que esta ley ha sido la única en ser aprobada en su momento con los votos a favor exclusivamente del partido en el gobierno, el PP, han bastado dos días de debate de investidura para que quien en ese momento era candidato, Rajoy, pusiese sobre la mesa de negociación no solo la derogación de las tan traídas y llevadas reválidas, sino incluso el total de la Lomce, ofertando la creación de una mesa de educación con el objetivo de dar a luz, ni más ni menos, que una nueva ley de educación.

Nada hay de nuevo en que la educación, menospreciada sistemáticamente por todos los programas políticos de cualquier índole y régimen, es, sin embargo, una pieza clave en el desarrollo de la política, porque, en definitiva, de cuál sea el currículo que se enseñe en escuelas y universidades depende no solo qué tipo de profesional se desea, sino, sobre todo, qué tipo de ciudadano. Y es justamente por esto por lo que los partidos, demócratas o no, en cuanto adquieren poder lo primero que atacan es el control de la educación.

Hasta aquí nada habría de sorpresa en la oferta del recién investido presidente del gobierno, pero es justamente esto lo que provoca el sonrojo ante semejante desfachatez. El PP ha defendido contra viento y marea la popularmente conocida como ley Wert, ha cantado las excelencias de las reválidas, ha proclamado la necesidad de evitar con la Lomce los desfases educativos entre distintas comunidades, etc., y lo ha hecho frente y contra todos los demás partidos del arco parlamentario y de buena parte de la ciudadanía, llegando incluso a comprometer en su defensa a José Antonio Marina con su Libro Blanco de la Educación. Y lo ha hecho hasta tal punto que ha dado a entender que, efectivamente, estábamos ante una ley imprescindible para el futuro de las generaciones inmediatas de españoles. Pues bien, todo el ariete defensivo se ha desvanecido ante la imperiosa necesidad de contar para una investidura no fallida con el apoyo de Ciudadanos y la abstención del PSOE, quienes han puesto en lugar preeminente de la negociación la Lomce.

La tragicomedia empieza justo en este momento. Porque si realmente el PP, con acierto o sin él, consideraba que la Lomce era la piedra angular de la educación, se hace difícil de entender este giro sin pensar que detrás de él no existe más que el deseo de ocupar el sillón presidencial a toda costa. Y de nuevo surge la politización de la educación frente a la consideración de esta como un verdadero pilar definitorio de un país.

Si proclamar constituciones que no llegan a entrar en vigor, como la no nata de 1856, manifiesta la debilidad de un sistema político, la Lomce va camino de convertirse en la ley no nata de educación y, por tanto, de ser la constatación del estado de enfermedad de nuestro sistema educativo, condenado a una sucesión de leyes educativas ligadas prácticamente a los cambios de partidos en el poder en estos cuarenta años de democracia, seis desde la Loece de 1980. Y lo más dramático es que detrás de cada una de estas regulaciones hay alumnos, familias, profesores y colegios que se debaten entre el asombro y la duda y, en consecuencia, ante el temor de que en realidad todos sus esfuerzos por buscar la mejor educación para los que han de ser el futuro queden en un campo yermo.

La política entendida como preocupación por la ciudadanía no puede caer más bajo cuando convierte la esencia de ese ciudadano, su formación y educación, en una moneda de cambio para acceder al poder. Y lo peor es que no hay muchas esperanzas para que la más que posible reforma de la Lomce, o, incluso, su derogación y sustitución por otra ley educativa, arroje mayor seriedad en la consideración de la educación.

Luis M. Esteban Martín