La presentación en Castilla y León este viernes del dictamen del Comité Económico y Social Europeo sobre "Los recursos autóctonos de carbón en la transición energética de la UE" ha constatado lo que todos sabemos desde hace tiempo: que el futuro del sector tiene los días contados por mucho que se empeñen sindicatos y responsables públicos en buscarle tres pies al gato. Salvo que de aquí a 2018 salga de la chistera alguna solución mágica y, sobre todo, por lo escuchado ayer en la sesión de trabajo celebrada en el CES de la Comunidad, mucho me temo que estamos ante el epílogo de lo que es la crónica de una muerte anunciada, cuando Europa cierre el grifo de las subvenciones a la industria extractiva del carbón y exija a las empresas competitivas que devuelvan las ayudas recibidas en el último periodo.

Al ponente general del dictamen, el rumano Dumitru Fornea, se le entiende perfectamente. Para empezar, o hay una posición unánime y de fuerza entre el Gobierno de la nación y el de Castilla y León o la consecuencia inmediata será la inanición de Bruselas. A eso habría que sumar, además, el inequívoco mensaje de agentes sociales y económicos y la aprobación de planes de transición en materia de innovación, emprendimiento y formación con al menos 25 años de vigencia. Lo contrario será marear la perdiz de una industria que, pese a su incontestable papel estabilizador en el sistema energético, está abocada al cierre. Mal que nos pese, las cuencas mineras tienen los días contados y eso que una cuarta parte de la electricidad de la UE se genera aún a través de 280 centrales de carbón en 22 países. Pero las directrices europeas no emanan de países como Polonia, República Checa, Rumanía o España, sino de Francia y Alemania, fundamentalmente, donde, como se sabe, el mix energético apuesta por otros sistemas combinables de producción. Pero además, habrá que recordar que en España el uso del carbón supone alrededor del 20 por ciento del mix y solo el 3 por ciento de ese porcentaje procede del carbón autóctono. Lo demás se importa de países como Rusia.

La situación es cuanto menos dramática para 81 municipios del norte de León y Palencia, los realmente afectados por una industria en declive que ha pasado de tener miles de afiliados a la Seguridad Social como trabajadores de la mina a tener ahora solo 408 (390 en León y 18 en Palencia). Estos y no otros son los datos objetivos de un sector que supone para Castilla y León toda una cultura y forma de vida. Y frente a ello cabe hacer ese frente común de todas las administraciones y de los agentes sociales y económicos para lograr un plan de reconversión a largo plazo que permita generar nuevos yacimientos de empleo y fijar población o, en su defecto, asistir a la aprobación de planes de dinamización parciales, de dudosa vigencia y pobre dotación presupuestaria. El ejemplo de esto último es el voluntarioso plan aprobado por la Junta de Castilla y León hasta 2020, pero en el que no está el Gobierno central, o la reciente aprobación por parte de la Administración del Estado de una bonificación de diez euros por tonelada a la extracción del carbón autóctono. Parches, en definitiva, para tratar de taponar una herida de difícil cicatrización.

Como bien apuntan los expertos, lo inteligente no es prepararse para el cierre de las cuencas mineras en unos pocos meses, sino plantear a la UE su compromiso político para abrir una línea de ayudas y de suficientes apoyos financieros que permitan una transición ordenada que abarque si fuera preciso hasta dos generaciones. Lo pragmático frente a la imparable reestructuración industrial es consensuar una línea de acción basada en la diversificación económica y la recapacitación laboral de una zona que, de lo contrario, está abocada a la progresiva pérdida de población y la consiguiente disminución de la calidad de vida.