Si no cae un rayo en el Congreso, la semana terminará con un Gobierno débil presidido por el impertérrito Mariano Rajoy, con apoyo de Ciudadanos en la investidura y abstención del PSOE. Quedarán heridas graves por cicatrizar entre los socialistas, con riesgo remoto de amputación de la extremidad catalana, y creerán algunos, erróneamente, en Podemos que esos males ajenos sanarán sus propias divisiones. El panorama tras la investidura será muy complejo políticamente pero, al menos, el país se desatascará. La obra pública recuperará la licitación aplazada; grandes partidas congeladas pasarán por el microondas del BOE y la Administración comenzará a desperezarse. Las escrituras aparcadas en las notarías, la inversión extranjera que esperaba un desenlace y las timoratas contrataciones de personal paralizadas, traerán alguna reactivación que refuerce las cifras macroeconómicas ya positivas, aunque persista el dramático suspenso en desigualdad.

Cierto que el Gobierno necesitará de negociación constante para aprobar presupuestos, leyes y avances. Pero puede ser "una gran oportunidad para el reformismo" y para arreglar asuntos hasta ahora inamovibles, como ha destacado el portavoz socialista en Europa, Ramón Jáuregui. (Nótese que el PSOE siempre que tiene dificultades llama a Ramón Jáuregui, el más sensato y el que mejor lo explica). En esa dirección, bastaría con que se aplicaran las cien medidas que Albert Rivera consensuó con los socialistas de Pedro Sánchez -y que se supone que, pataletas al margen, apoyarán porque las firmaron- más las otras cincuenta medidas que, además, impuso a los populares para ganarse sus 32 votos afirmativos, para que cambiaran muchas cosas y muy rápidamente. Dependerá en buena parte de si Rajoy acepta ser otro Rajoy -no el de la mayoría absoluta, sino el que habla con cierta humildad, como en las dos ultimas semanas- y si forma un gobierno solvente sin buscapleitos tipo Wert, que sumió la Educación en una incertidumbre aún no despejada. Lo saben bien profesores y familias con alumnos en segundo de Bachillerato que todavía no saben hoy que pasará en junio con el acceso a la Universidad, por citar un ejemplo.

Para conformar ese Gobierno, Rajoy debe compensar las tres figuras que presumiblemente tendrán un peso fundamental por encima de otros: Soraya Sáenz de Santamaría, que quizás deje de ser vicepresidenta única; María Dolores de Cospedal, que puede ir a Interior donde ya fue subsecretaria, y Luis de Guindos, hombre clave para Europa y para el mundo económico que dijo que se iba en febrero pero que acaso lo retenga una vicepresidencia económica.

Con todo ese difícil panorama y con los socialistas ya convocados a otra guerra de sucesión, es la hora del reformismo, como dice Jáuregui, pero con protagonismo reservado para Albert Rivera que desde su entrada en el Congreso ha acreditado la habilidad necesaria para alcanzar acuerdos y llevar al papel oficial y efectivo medidas que otros solo corean. No serán propuestas revolucionarias, pero sí viejas reivindicaciones de colectivos afectados y del sentido común general que exige modernidad.

Todo este escenario, si por fin arranca el 31 de octubre, se producirá en un otoño caliente que ya ha presentado sus credenciales: el desafío independentista catalán con fecha para el nuevo referéndum unilateral; la interrupción violenta de una conferencia de Felipe González en la Universidad, de inspiración no desmentida por seguidores de Pablo Iglesias, y con unos sindicatos, especialmente UGT, a los que Podemos propone una huelga general según un destacado dirigente empresarial. Ya ven: Gobierno débil, oportunidad para el reformismo y amenaza de otoño caliente. La pugna entre Errejón, más parlamentarista, y Pablo Iglesias, pasa por una radicalización en la calle. Superado el amargo trámite de la investidura, con rodeo del Congreso ya convocado, comienza la función. Menos mal que el rey nos ha obsequiado con un alegato contra el pesimismo y el desencanto. Las palabras positivas y esperanzadas suenan bien en estos tiempos difíciles.