Recuperaban el otro día en la radio un estudio de hace unos años de una universidad del Reino Unido que afirmaba que, de media, por cada diez minutos que hablamos decimos tres mentiras sin contar omisiones y exageraciones. No sé cómo puede contabilizarse algo así, más que nada porque no son lo mismo diez minutos de mi madre que habla por los codos, que de mi hijo al que hay que sacarle las palabras con un cucharón. Pero el caso es que en la radio decenas de personas admitieron que mentían con frecuencia y por motivos que van, desde el deseo de darse importancia y ofrecer buena imagen, a evitar conflictos y eludir la realidad, algo de lo que está lleno el cielo de los mentirosos.

Pero, ¿tan malo es? ¿Qué gana uno con decirle a su pareja que está gorda, algo que, evidentemente, ya sabe? Si le da igual, solo va a servir para hacerla enfadar y, si no, le vas a dar un disgusto que va a intentar superar con una caja de bombones. ¿De qué te sirve a ti que el del despacho de al lado te diga que le caes mal? Solo para hacerte mala sangre y que aún vayas con menos ganas a trabajar. ¿De verdad es necesario confesar que te has fumado un cigarro a escondidas? ¿O que cuando dijiste en el trabajo que ibas al hospital a ver a tu prima en realidad estabas comprando una blusa?

Pues por lo visto sí. En la vida jamás he encontrado a nadie que admita ser un mentiroso y, sin embargo, sí a muchos que presumen de decir todo lo que piensan a la cara, lo que sería francamente terrorífico de ser cierto. La verdad se considera una virtud y la mentira un defecto. A los niños les exigimos que digan la verdad cuando acusan al perro de romper el jarrón para evitar una bronca, e incluso, con toda la flema, somos capaces de decir a nuestra pareja que no pasa nada si nos engaña siempre que confiese la verdad aunque luego lo pongamos de patitas en la calle.

En un capítulo de la serie "Black Mirror" (deberían verla si no lo han hecho ya) se plantea un mundo en el que todas las personas llevan una especie de grabadora en el cerebro que les permite, a ellos y a los demás, rebobinar y visionar todo lo que hacen, lo que convierte en un infierno la vida de la protagonista que no puede ocultar nada a su marido celoso. Extraerse el chip de la cabeza para volver a la cómoda y plácida existencia en la que existen las omisiones, las mentiras y las medias verdades, es la única forma que encuentran los protagonistas para poder vivir. Así que, admitámoslo, nadie es totalmente sincero. Y mejor así.

Quizá haya que agradecer a esas tres mentiras por cada diez minutos el que los humanos no nos hayamos matado ya a fuerza de franqueza.